Vargas Llosa:Una esperanza para la Argentina
Los resultados de las elecciones del domingo 25 en la Argentina desmintieron
todos los sondeos de opinión según los cuales el candidato Daniel Scioli,
apoyado por la jefa de Estado, Cristina Kirchner, ganaría en primera vuelta. Y
han abierto la posibilidad de que el país que fue algo así como el faro de
América latina salga de la decadencia económica y política en que está hundido
desde hace más de medio siglo, y recupere el dinamismo y la creatividad que
hicieron de él, en el pasado, un país del primer mundo.
La condición es que en la segunda vuelta electoral, el 22 de
noviembre, gane Mauricio Macri y el electorado confirme el rechazo frontal que
ha recibido en la primera el kirchnerismo, una de las más demagógicas y
corruptas ramas de esa entelequia indescifrable llamada peronismo, un sistema
de poder parecido al antiguo PRI mexicano, en el que caben todas las variantes
del espectro ideológico, de la extrema derecha a la extrema izquierda, pasando
por todos los matices intermedios.
La novedad que encarna Macri no son tanto las ideas modernas
y realistas de su programa, su clara vocación democrática, ni el sólido equipo
de plan de gobierno que ha reunido, sino que el electorado argentino tiene
ahora la oportunidad de votar por una efectiva alternativa al peronismo, el
sistema que ha conducido al empobrecimiento y al populismo más caótico y
retardatario al país más culto y con mayores recursos de América latina.
No será fácil, desde luego, pero (por primera vez en muchas
décadas) sí es posible. La victoria de María Eugenia Vidal, de inequívocas
credenciales liberales, en las elecciones para la gobernación de Buenos Aires,
tradicional ciudadela peronista, es un indicio claro del desencanto de un vasto
sector popular con una política que, detrás de la apariencia de medidas de
"justicia social", antiamericanismo y prochavismo, ha disparado la
inflación, reducido drásticamente las inversiones extranjeras, lastimado la
credibilidad financiera del país en todos los mercados mundiales y puesto a la Argentina a orillas de
la recesión.
El sistema que encarna la señora Kirchner se va a defender
con uñas y dientes, como es natural, y ya es un indicio de lo que podría
suceder el que, en la primera vuelta, el Gobierno permaneciera mudo, sin dar
los resultados, más de seis horas después de conocer el escrutinio, luego de
haber prometido que lo haría público de inmediato. La posibilidad del fraude
está siempre allí y la única manera de conjurarlo es, para la alianza de
partidos que apoya a Macri, garantizar la presencia de interventores en todas
las mesas electorales que defiendan el voto genuino y -si la hubiera- denuncien
su manipulación.
Dos hechos notables de las elecciones del 25 de octubre son
los siguientes: Macri aumentó su caudal electoral en cerca de 1.700.000 votos y
el número de electores se incrementó de manera espectacular: del 72% de los
inscriptos en la pasada elección a algo más del 80% en ésta. La conclusión es
evidente: un sector importante del electorado, hasta ahora indiferente o
resignado ante el statu quo, esta vez, renunciando al conformismo, se movilizó
y fue a votar convencido de que su voto podía cambiar las cosas. Y, en efecto,
así ha sido. Y lo ha hecho discretamente, sin publicitarlo de antemano, por
prudencia o temor ante las posibles represalias del régimen.
De ahí la pavorosa metida de pata de las encuestas que
anunciaban un triunfo categórico de Scioli, el candidato oficialista, en la
primera vuelta. Pero el 22 de noviembre no ocurrirá lo mismo: el poder
kirchnerista sabe los riesgos que corre con un triunfo de la oposición y moverá
todos los resortes a su alcance, que son muchos -la intimidación, el soborno,
las falsas promesas, el fraude- para evitar una derrota. Hay que esperar que el
sector más sano y democrático de los peronistas disidentes, que han contribuido
de manera decisiva a castigar al kirchnerismo, no se deje encandilar con los
llamados a la unidad partidista (que no existe hace mucho tiempo) y no
desperdicie esta oportunidad de enmendar un rumbo político que ha regresado a la Argentina a un
subdesarrollo tercermundista que no se merece.
No se lo merece por la variedad y cantidad de recursos de su
suelo, uno de los más privilegiados del mundo, y por el alto nivel de
integración de su sociedad y lo elevado de su cultura. Cuando yo era niño, mis
amigos del barrio de Miraflores, en Lima, soñaban con ir a formarse como
profesionales no en Estados Unidos ni Europa, sino en la Argentina. Esta
tenía entonces todavía un sistema de educación ejemplar, que había erradicado
el analfabetismo -uno de los primeros países en lograrlo- y que el mundo entero
tenía como modelo. La buena literatura y las películas más populares en mi
infancia boliviana y adolescencia peruana venían de editoriales y productores
argentinos y las compañías de teatro porteñas recorrían todo el continente
poniéndonos al día con las obras de Camus, Sartre, Tennessee Williams, Arthur
Miller, Valle Inclán, etcétera.
Es verdad que ni siquiera los países más cultos están
inmunizados contra las ideologías populistas y totalitarias, como demuestran
los casos de Alemania e Italia. Pero el fenómeno del peronismo es, al menos
para mí, más misterioso todavía que el del pueblo alemán abrazando el nazismo y
el italiano el fascismo. No hay duda alguna de que la antigua democracia
argentina -la de la república oligárquica- era defectuosa, elitista, y que se
precisaban reformas que extendieran las oportunidades y el acceso a la riqueza
a los sectores obreros y campesinos. Pero el peronismo no llevó a cabo esas
reformas, porque su política estatista e intervencionista paralizó el dinamismo
de su vida económica e introdujo los privilegios y sinecuras partidistas a la
vez que el gigantismo estatal. El empobrecimiento sistemático del país
multiplicó la desigualdad y las fracturas sociales. Lo sorprendente es la
fidelidad de una enorme masa de argentinos con un sistema que, a todas luces,
sólo favorecía a una nomenclatura política y a sus aliados del sector
económico, una pequeña oligarquía rentista y privilegiada. Los golpes y las
dictaduras militares contribuyeron, sin duda, a mantener viva la?ilusión
peronista.
Recuerdo mi sorpresa la primera vez que fui a la Argentina , a mediados de
los años sesenta, y descubrí que en Buenos Aires había más teatros que en
París, donde vivía. Desde entonces he seguido siempre, con tanta fascinación
como pasmo, los avatares de un país que parecía empeñado en desoír todas las
voces sensatas que querían reformarlo y que, en su vida política, no cesaba de
perseverar en el error. Tal vez por eso he celebrado el domingo 25 los
resultados de esa primera vuelta con entusiasmo juvenil. Y, cruzando los dedos,
hago votos porque el 22 de noviembre una mayoría inequívoca de electores
argentinos muestre la misma lucidez y valentía llevando al poder a quien
representa el verdadero cambio en libertad.
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