Por qué es bueno aburrirse
¿Desde cuándo nos aburrimos? A la hora de buscar los orígenes del
hastío, algunos historiadores lo sitúan en la sociedad moderna, e
incluso sugieren que el término aparece por primera vez en la novela
de Dickens Casa desolada (1853). Pero el aburrimiento es sin duda
anterior, y ha sido definido con otras palabras, como tedio, hastío o
acedia. Cuán anterior es difícil precisarlo.
Autores tan diversos como Kierkegaard, Alberto Moravia, Immanuel Kant
y Robert Nisbet afirmaron, cada uno a su manera, que Adán y Eva
dejaron de aburrirse cuando Dios los expulsó del Paraíso Terrenal,
porque ¿qué hay más aburrido que un lugar donde todas las preguntas,
inquietudes y necesidades están ya resueltas y el futuro se ve como un
horizonte infinito de monótona felicidad? Desde el momento en que
tuvieron que preocuparse por algo tan esencial como sobrevivir, el
tedio desapareció, desplazado por las necesidades más urgentes.
Según ese razonamiento, y en un plano ya más ajustado a la evidencia
científica, podría pensarse que los primeros homínidos también
desconocían el aburrimiento, ocupados como estaban en alimentarse,
protegerse contra las inclemencias del tiempo y escapar de los
predadores. Pero el antropólogo Eudald Carbonell, uno de los padres de
las excavaciones del yacimiento paleontológico de Atapuerca, en
Burgos, precisó en declaraciones al profesor Robert Sala en el libro
Sapiens que las noches del Homo antecessor "debían de ser
terriblemente largas y aburridas", al menos hasta que se descubrió el
fuego, y con él la iluminación, que les permitió alargar las horas de
vigilia y dedicarse a actividades como fabricar utensilios y hablar,
"lo que debió de reforzar los grupos, estimular la enseñanza y el
aprendizaje".
Más recientemente, la antropóloga australiana Yasmine Musharbash pasó
tres años viviendo con miembros de la etnia australiana warlpiri, cuyo
estilo de vida aún está bastante alejado del siglo XXI. Su conclusión
fue que tampoco escapaban al aburrimiento, pero, al ser un pueblo que
hace muchísima vida social –raramente están solos–, en lugar de
aburrirse cada uno por su cuenta, lo hacían en grupo.
Y es que el tedio parece haber sido una amenaza que ha pendido sobre
la humanidad casi desde el principio. Lo que ha ocurrido es que
durante siglos careció de nombre, quizá porque, como señala Lench en
su estudio, "definir el aburrimiento es una tarea difícil, en parte
porque no está claro por qué la gente lo experimenta".
Ciertamente resulta algo bastante difícil de atrapar, porque linda
demasiado cerca de la apatía, el desánimo o la depresión. Hubo un
tiempo en el que incluso se consideró un pecado entre los religiosos
que hacían vida monacal y que en ocasiones no podían evitar el tedio
durante la lectura de las Escrituras: se consideraba un desprecio
hacia Dios, que, al ser perfecto, no podía ser aburrido.
Son clásicos los dos tipos de aburrimiento definidos por el psicólogo
alemán Martin Doehlemann: el situacional y el existencial. Este
último, según el estudio de Lench y otros, ha sido ligado a problemas
más serios como "la ludopatía, el abuso de drogas y alcohol, la
ingesta compulsiva de alimentos, el abandono escolar, la depresión y
la ansiedad". Por su parte, el aburrimiento situacional es el
relacionado con coyunturas concretas, y autores como la profesora
norteamericana Patricia Meyer Spacks, en su libro Boredom: The
Literary Story of a State of Mind (Aburrimiento.
La historia literaria de un estado mental), sí lo enlazan con el
surgimiento de la sociedad moderna, donde por un lado aparecieron los
trabajos tediosos y sujetos a un horario, y por otro el concepto de
tiempo libre, algo que obligatoriamente había que disfrutar. La
incapacidad para ello, según Meyer Spacks, "comenzó a considerarse un
estado de incomodidad que se disolvería si se le daba la estimulación
adecuada. Fueron los antecedentes de la cultura del ocio, con una
proliferación de espectáculos para mantener entretenida a la naciente
clase media".
Pero ya existían entonces algunos creadores inmortales que combatieron
el aburrimiento a su manera. Nietzsche escribió que los hombres de
valor lo consideraban como un impulso para los logros: "No temen al
aburrimiento tanto como al trabajar sin placer; de hecho, su trabajo
requiere una gran cantidad de aburrimiento para tener éxito. Para los
pensadores y todos los espíritus sensatos, el aburrimiento es esa
desagradable calma chicha del alma que precede a un viaje feliz y a
vientos animosos".
En su ensayo Andar, una filosofía, Frédéric Gros cuenta cómo Rousseau
declaraba sentir hastío ante la visión de la mesa de trabajo de su
gabinete, y para combatirlo daba largos paseos, durante los cuales
acudían a su mente la inspiración y las mejores ideas que luego
plasmaría en su obra. Kant, por su parte, jamás renunció a su paseo de
las cinco de la tarde. Curiosamente, una rutina inviolable y
sistemática presidió gran parte de la vida de este carismático
filósofo.
Dicho ritual repetido diariamente fue concebido, según el ensayista
Gros, precisamente como "un remedio para el aburrimiento. El
aburrimiento es la inmovilidad del cuerpo enfrentado al vacío del
pensamiento. La repetición de la marcha mata el aburrimiento, porque
este ya no puede alimentarse del cansancio del cuerpo y buscar en su
inercia el tenue vértigo de una espiral sin fin".
Lo que nos lleva a la siguiente cuestión: ¿hay gente aburrida y gente
entretenida? Antes de escribir su ensayo Filosofía del tedio, Lars
Svendsen, profesor de la Universidad de Bergen, en Noruega, hizo una
encuesta –desprovista de valor científico, según él mismo aclara–
entre sus amigos, conocidos y colegas para preguntarles por su
relación con el aburrimiento: la mayoría contestó "que eran incapaces
de determinar si se aburrían o no".
Las respuestas categóricas fueron raras, y solo uno de los encuestados
respondió categóricamente que jamás se aburría. "De hecho –escribía
Svendsen–, aquellos que, en mi pequeña encuesta, aseguraban que eran
víctimas de un tedio profundo no fueron capaces, por lo general, de
argumentar por qué; no podía decirse que fuese esto o aquello lo que
los atormentaba, sino simplemente un tedio sin nombre, sin forma, sin
objeto".
El profesor no da demasiado crédito a esa afirmación que sueltan
algunos felices mortales: "Yo no me aburro nunca". Todos, afirma, nos
aburrimos en algún momento de nuestra vida, pero, al ser una sensación
tan personal, es difícil clasificar a los aburridos por grupos y, si
bien Svendsen cita estudios científicos que parecen indicar que las
mujeres se aburren más que los hombres, aclara que no conoce "ninguna
explicación satisfactoria de por qué esto habría de ser así". Hay
algunos rasgos que sí definen a quienes menos se aburren, como pueden
ser la hiperactividad y la curiosidad, pero conviene matizar algo
obvio: una persona que no tenga un minuto libre en todo el día
difícilmente se podrá sentir aburrido.
Aunque, señala Svendsen, "cuando esas personas someten a
reconsideración ese tiempo de actividad febril, es común que este se
les antoje de un vacío terrible". Trabajo y aburrimiento tampoco son
sinónimos: hay personas que se entretienen e incluso disfrutan en su
actividad laboral, y otras que se aburren en su tiempo libre. No se
trata de que nuestro tiempo esté más o menos ocupado, sino más bien de
que sea aprovechado.
El aburrimiento es, para mucha gente, una encrucijada en la que se
presentan dos alternativas: salir o hundirse en él todavía más. La
clave para optar por un camino u otro estaría situada en el cerebro, y
concretamente en cómo le afectan las maniobras para ahuyentar el
tedio.
El neurólogo Irving Biederman, de la Universidad del Sur de
California, en Los Ángeles, ha señalado como primer responsable a los
opioides, los analgésicos naturales que produce nuestro cerebro y que
poseen poderosos efectos estimulantes y euforizantes. Estos actuarían
en nuestra mente de un modo similar al originado por ciertos tipos de
droga: una nueva experiencia, una actividad que nos absorbe, causa un
subidón que nos estimula y, al mismo tiempo, nos provoca para seguir
abasteciéndonos con esas sensaciones.
Cuando se consigue eso, el círculo vicioso se da la vuelta y, en lugar
de dejarse atrapar por una desgana que paraliza cualquier iniciativa,
se buscan nuevos estímulos para no dejar de sentirse activo. Sin
embargo, al mismo tiempo, como ocurre con las drogas, las sucesivas
dosis no tienen el mismo efecto que la inicial. Por ello, la clave
para alcanzar y mantener este estado de estimulación tiene que ver
tanto con la actividad cerebral como con la variedad.
Revista/ Muy Interesante
hastío, algunos historiadores lo sitúan en la sociedad moderna, e
incluso sugieren que el término aparece por primera vez en la novela
de Dickens Casa desolada (1853). Pero el aburrimiento es sin duda
anterior, y ha sido definido con otras palabras, como tedio, hastío o
acedia. Cuán anterior es difícil precisarlo.
Autores tan diversos como Kierkegaard, Alberto Moravia, Immanuel Kant
y Robert Nisbet afirmaron, cada uno a su manera, que Adán y Eva
dejaron de aburrirse cuando Dios los expulsó del Paraíso Terrenal,
porque ¿qué hay más aburrido que un lugar donde todas las preguntas,
inquietudes y necesidades están ya resueltas y el futuro se ve como un
horizonte infinito de monótona felicidad? Desde el momento en que
tuvieron que preocuparse por algo tan esencial como sobrevivir, el
tedio desapareció, desplazado por las necesidades más urgentes.
Según ese razonamiento, y en un plano ya más ajustado a la evidencia
científica, podría pensarse que los primeros homínidos también
desconocían el aburrimiento, ocupados como estaban en alimentarse,
protegerse contra las inclemencias del tiempo y escapar de los
predadores. Pero el antropólogo Eudald Carbonell, uno de los padres de
las excavaciones del yacimiento paleontológico de Atapuerca, en
Burgos, precisó en declaraciones al profesor Robert Sala en el libro
Sapiens que las noches del Homo antecessor "debían de ser
terriblemente largas y aburridas", al menos hasta que se descubrió el
fuego, y con él la iluminación, que les permitió alargar las horas de
vigilia y dedicarse a actividades como fabricar utensilios y hablar,
"lo que debió de reforzar los grupos, estimular la enseñanza y el
aprendizaje".
Más recientemente, la antropóloga australiana Yasmine Musharbash pasó
tres años viviendo con miembros de la etnia australiana warlpiri, cuyo
estilo de vida aún está bastante alejado del siglo XXI. Su conclusión
fue que tampoco escapaban al aburrimiento, pero, al ser un pueblo que
hace muchísima vida social –raramente están solos–, en lugar de
aburrirse cada uno por su cuenta, lo hacían en grupo.
Y es que el tedio parece haber sido una amenaza que ha pendido sobre
la humanidad casi desde el principio. Lo que ha ocurrido es que
durante siglos careció de nombre, quizá porque, como señala Lench en
su estudio, "definir el aburrimiento es una tarea difícil, en parte
porque no está claro por qué la gente lo experimenta".
Ciertamente resulta algo bastante difícil de atrapar, porque linda
demasiado cerca de la apatía, el desánimo o la depresión. Hubo un
tiempo en el que incluso se consideró un pecado entre los religiosos
que hacían vida monacal y que en ocasiones no podían evitar el tedio
durante la lectura de las Escrituras: se consideraba un desprecio
hacia Dios, que, al ser perfecto, no podía ser aburrido.
Son clásicos los dos tipos de aburrimiento definidos por el psicólogo
alemán Martin Doehlemann: el situacional y el existencial. Este
último, según el estudio de Lench y otros, ha sido ligado a problemas
más serios como "la ludopatía, el abuso de drogas y alcohol, la
ingesta compulsiva de alimentos, el abandono escolar, la depresión y
la ansiedad". Por su parte, el aburrimiento situacional es el
relacionado con coyunturas concretas, y autores como la profesora
norteamericana Patricia Meyer Spacks, en su libro Boredom: The
Literary Story of a State of Mind (Aburrimiento.
La historia literaria de un estado mental), sí lo enlazan con el
surgimiento de la sociedad moderna, donde por un lado aparecieron los
trabajos tediosos y sujetos a un horario, y por otro el concepto de
tiempo libre, algo que obligatoriamente había que disfrutar. La
incapacidad para ello, según Meyer Spacks, "comenzó a considerarse un
estado de incomodidad que se disolvería si se le daba la estimulación
adecuada. Fueron los antecedentes de la cultura del ocio, con una
proliferación de espectáculos para mantener entretenida a la naciente
clase media".
Pero ya existían entonces algunos creadores inmortales que combatieron
el aburrimiento a su manera. Nietzsche escribió que los hombres de
valor lo consideraban como un impulso para los logros: "No temen al
aburrimiento tanto como al trabajar sin placer; de hecho, su trabajo
requiere una gran cantidad de aburrimiento para tener éxito. Para los
pensadores y todos los espíritus sensatos, el aburrimiento es esa
desagradable calma chicha del alma que precede a un viaje feliz y a
vientos animosos".
En su ensayo Andar, una filosofía, Frédéric Gros cuenta cómo Rousseau
declaraba sentir hastío ante la visión de la mesa de trabajo de su
gabinete, y para combatirlo daba largos paseos, durante los cuales
acudían a su mente la inspiración y las mejores ideas que luego
plasmaría en su obra. Kant, por su parte, jamás renunció a su paseo de
las cinco de la tarde. Curiosamente, una rutina inviolable y
sistemática presidió gran parte de la vida de este carismático
filósofo.
Dicho ritual repetido diariamente fue concebido, según el ensayista
Gros, precisamente como "un remedio para el aburrimiento. El
aburrimiento es la inmovilidad del cuerpo enfrentado al vacío del
pensamiento. La repetición de la marcha mata el aburrimiento, porque
este ya no puede alimentarse del cansancio del cuerpo y buscar en su
inercia el tenue vértigo de una espiral sin fin".
Lo que nos lleva a la siguiente cuestión: ¿hay gente aburrida y gente
entretenida? Antes de escribir su ensayo Filosofía del tedio, Lars
Svendsen, profesor de la Universidad de Bergen, en Noruega, hizo una
encuesta –desprovista de valor científico, según él mismo aclara–
entre sus amigos, conocidos y colegas para preguntarles por su
relación con el aburrimiento: la mayoría contestó "que eran incapaces
de determinar si se aburrían o no".
Las respuestas categóricas fueron raras, y solo uno de los encuestados
respondió categóricamente que jamás se aburría. "De hecho –escribía
Svendsen–, aquellos que, en mi pequeña encuesta, aseguraban que eran
víctimas de un tedio profundo no fueron capaces, por lo general, de
argumentar por qué; no podía decirse que fuese esto o aquello lo que
los atormentaba, sino simplemente un tedio sin nombre, sin forma, sin
objeto".
El profesor no da demasiado crédito a esa afirmación que sueltan
algunos felices mortales: "Yo no me aburro nunca". Todos, afirma, nos
aburrimos en algún momento de nuestra vida, pero, al ser una sensación
tan personal, es difícil clasificar a los aburridos por grupos y, si
bien Svendsen cita estudios científicos que parecen indicar que las
mujeres se aburren más que los hombres, aclara que no conoce "ninguna
explicación satisfactoria de por qué esto habría de ser así". Hay
algunos rasgos que sí definen a quienes menos se aburren, como pueden
ser la hiperactividad y la curiosidad, pero conviene matizar algo
obvio: una persona que no tenga un minuto libre en todo el día
difícilmente se podrá sentir aburrido.
Aunque, señala Svendsen, "cuando esas personas someten a
reconsideración ese tiempo de actividad febril, es común que este se
les antoje de un vacío terrible". Trabajo y aburrimiento tampoco son
sinónimos: hay personas que se entretienen e incluso disfrutan en su
actividad laboral, y otras que se aburren en su tiempo libre. No se
trata de que nuestro tiempo esté más o menos ocupado, sino más bien de
que sea aprovechado.
El aburrimiento es, para mucha gente, una encrucijada en la que se
presentan dos alternativas: salir o hundirse en él todavía más. La
clave para optar por un camino u otro estaría situada en el cerebro, y
concretamente en cómo le afectan las maniobras para ahuyentar el
tedio.
El neurólogo Irving Biederman, de la Universidad del Sur de
California, en Los Ángeles, ha señalado como primer responsable a los
opioides, los analgésicos naturales que produce nuestro cerebro y que
poseen poderosos efectos estimulantes y euforizantes. Estos actuarían
en nuestra mente de un modo similar al originado por ciertos tipos de
droga: una nueva experiencia, una actividad que nos absorbe, causa un
subidón que nos estimula y, al mismo tiempo, nos provoca para seguir
abasteciéndonos con esas sensaciones.
Cuando se consigue eso, el círculo vicioso se da la vuelta y, en lugar
de dejarse atrapar por una desgana que paraliza cualquier iniciativa,
se buscan nuevos estímulos para no dejar de sentirse activo. Sin
embargo, al mismo tiempo, como ocurre con las drogas, las sucesivas
dosis no tienen el mismo efecto que la inicial. Por ello, la clave
para alcanzar y mantener este estado de estimulación tiene que ver
tanto con la actividad cerebral como con la variedad.
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