Muriendo en primera persona

El 24 de julio, Oliver Sacks, escritor, neurólogo y uno de los
pensadores más interesantes de nuestro tiempo, escribió un nuevo
artículo sobre su morir, en la página de Opinión del diario The New
York Times. En febrero, él había anunciado que tenía cáncer de hígado,
sin posibilidad de curación, en un bellísimo texto sobre la vida, que
se tradujo y se publicó en el mundo entero. Ahora, a los 82 años,
Sacks comienza a sentir náuseas y debilidad por la enfermedad, pero no
menos encanto y curiosidad por la existencia. Sigue esperando con
alegría la llegada de las revistas científicas, ansioso por los
descubrimientos sobre un universo que le fascina. Semanas atrás, él
estaba en el campo, lejos de las luces de la ciudad, cuando se deparó
con la totalidad monumental del cielo "salpicado de estrellas". Sacos
concluyó: "Ese esplendor celestial de inmediato me hizo darme cuenta
de cuán cortos eran el tiempo y la vida que me quedaban. Mi percepción
de la belleza del cielo, de la eternidad, era inseparable de mi
percepción de transitoriedad. Y de la muerte". Les contó entonces sus
sentimientos a los amigos que le acompañaban, Kate y Allen, y les
dijo: "Me gustaría ver este cielo de nuevo cuando me esté muriendo". Y
los amigos le aseguraron que harían que pudiese ver las estrellas una
vez más.

Al contarnos sobre su morir, un morir vivo, en el que la experiencia
de llegar al fin es una novedad más para un hombre curioso con el
mundo y con la existencia, Oliver Sacks se ha convertido en uno de los
señalizadores de que algo fundamental está cambiando en nuestra época.
Y de forma bastante rápida, ya que nuestro tiempo histórico es
acelerado. Aunque el silencio acerca de la muerte, la enfermedad y el
luto aún persista en la vida cotidiana —y quizás sea aún lo que se le
impone a la mayoría de la gente—, ya no vivimos la muerte
"avergonzada" o "clandestina" que se estableció en el siglo 20. El
enfermo terminal que finge que no se está muriendo, para no alarmar ni
la familia ni al equipo médico, puede estar empezando a convertirse en
un espécimen en extinción. La muerte empieza a volverse sin pudor y
especialmente confesional, muy en sintonía con este momento en el que
se narra todo en las redes sociales.

La historia humana se puede contar según el modo como cada sociedad,
en diferentes períodos históricos, miró a la muerte y se ocupó de
ella. El trabajo más completo sobre este tema posiblemente sea aún el
del historiador francés Philippe Ariès (1914-1984), primero en un
libro llamado Historia de la muerte en Occidente y, después, en una
obra mayor, titulada El hombre ante la muerte. En estos análisis, el
historiador muestra cómo, en el siglo 20, la muerte pasó a ser
escondida y acallada. Ya no un acto público, sino una especie de no
acontecimiento. En la sociedad tecnicista era necesario que se
ocultase la muerte entre las paredes de un hospital, de la forma más
aséptica posible, e inmediatamente se olvidase. Esta mentalidad ayuda
a explicar por qué, a día de hoy, cualquiera que pierda a aquellos que
ama tenga legalmente un tiempo cortísimo para ausentarse del trabajo y
empezar a elaborar su luto. Cuando se espera que la ciencia prolongue
la vida a cualquier precio y la juventud se convierte en un valor en
sí misma, la muerte pasa a ser un fracaso que debe escamotearse.

En el siglo 20, la muerte se volvió tan obscena como el sexo en la
época victoriana; y el luto, tan secreto como la masturbación
En el siglo 20, el fin de la vida se convirtió en algo a ignorar y,
así, no había necesidad ni de superarlo, ya que lo mejor sería fingir
que ni siquiera había sucedido. "La muerte en el hospital, erizado de
tubos, está a punto de convertirse hoy en una imagen popular más
aterradora que el traspasado o el esqueleto de la retórica macabra",
escribió Philippe Ariès. La muerte se había convertido en algo casi
contagioso y aquel que se moría, en el portador de una enfermedad/mala
noticia cuya contaminación los vivos deberían evitar a toda costa.

Otro pensador, el antropólogo británico Geoffrey Gorer (1905-1985),
escribió un ensayo sobre lo que él llamó la Pornografía de la Muerte.
"Hoy en día la muerte y el luto se tratan con el mismo pudor que los
impulsos sexuales hace un siglo", afirmó. La prohibición del sexo, en
la era victoriana, había sido sustituida por la prohibición de la
muerte, en el siglo 20. La muerte se había vuelto obscena y fea, por
lo que debería esconderse. Y el luto, circunscrito al ámbito privado,
se había vuelto tan secreto e individual como la masturbación.

Como ocurre tantas otras veces, el arte anticipó la interpretación de
su época. Ese cambio en la mirada sobre la muerte consolidado en el
siglo 20 ya se podía detectar, a finales del siglo 19, en la pequeña
obra maestra de Tolstói: La muerte de Iván Ilich. En su libro
Educación para la muerte – temas y reflexiones la psicóloga brasileña
Maria Júlia Kovács así analiza la novela del escritor ruso: "Nadie
quiere hablar de lo que está pasando con el enfermo, ni siquiera él
mismo, que sufre, gime, pero nada dice. Los familiares también sufren,
no saben qué hacer, pero fingen que está todo bien". A pesar de que
todos tratan de banalizar el acontecimiento, transformándolo en un no
acontecimiento, el enfermo, aunque nada diga, sabe lo que vive.

El siglo 21, de cuyo nacimiento hemos sido testigos, comienza a
engendrar otra mirada sobre la muerte, cuyas señales ya podrían
notarse en las últimas décadas del anterior. La historia, como se
sabe, es movimiento y conflicto. El propio surgimiento del concepto de
hospice y de la práctica de los "cuidados paliativos", en los años 60
del siglo pasado, con la idea de que cuidar es más importante que
curar y de que es necesario escuchar a aquel que vive su morir,
comenzó a poner en jaque el silenciamiento de la muerte.

Susan Sontag, que murió sin reconciliarse con la muerte, escribió
acerca de cómo el cáncer fue la muerte "sucia" del siglo XX
Hoy en día, no son apenas las series de televisión y las películas del
cine las que han pasado a tratar de la muerte, la enfermedad y el
envejecimiento con una frecuencia cada vez mayor. En esta nueva mirada
sobre el fin de la vida, Internet, con sus redes sociales, ha
desempeñado un papel central y creciente. Si la literatura nunca ha
dejado de tener la muerte como tema, el morir se ha ido convirtiendo
en una narrativa confesional, de no ficción, escrita en la primera
persona del singular.

Oliver Sacks no fue el primero a escribir sobre el final de la vida en
este siglo. Lejos de eso. En 2005 la periodista estadunidense Joan
Didion publicó un libro, El año del pensamiento mágico, en el que
contaba la muerte de su marido y su luto. Ya al comienzo hace una
síntesis de la condición humana: "La vida cambia en un instante. Te
sientas a cenar y la vida que conocías acaba de repente". Esta mezcla
de narrativa confesional con investigación periodística entró en las
listas de los más vendidos en varios países, inclusive Brasil. Más
tarde, en 2011, Didion lanzaría Noches azules, sobre la muerte de su
única hija, su propio envejecimiento y su soledad. Este último libro
es la historia de la mujer que quedó, la narrativa de quien se
descubrió sola para ser testigo de su propio fin. Por lo tanto, un
relato aún más duro y perturbador, que parece haber sido más difícil
para sus lectores. Didion ahora se ve a vueltas con formularios de
hospital, donde se le hace una pregunta que no puede responder: ¿a
quién llamar en un momento de emergencia? Ya no hay a quién.

En 2008 el escritor y analista político David Rieff lanzó un libro
sobre cómo fue presenciar el fin de la vida de su madre, la pensadora
estadounidense Susan Sontag, muerta por el tercer cáncer de su
trayectoria cuatro años antes, a los 71 años. David le dio a la obra
un título desgarrador: Nadando en un mar de muerte - memorias de un
hijo. Susan Sontag publicó libros fundamentales sobre el tema. En La
enfermedad y sus metáforas, escrito cuando ella ya se había tratado de
un cáncer de mama y lo había superado, Sontag analiza cómo la
tuberculosis fue la muerte romántica, en el siglo 19, y el cáncer, la
enfermedad-símbolo del siglo 20, la muerte "sucia". Defiende también
que el cáncer sea tratado como una enfermedad, una lotería genética, y
no como una idea que llegó a ser muy popular y aún persiste en algunos
medios, de que la persona habría "hecho" su cáncer o lo habría
"atraído" por represiones sexuales y problemas psicológicos mal
resueltos.

El libro más exitoso de este siglo 21 transformó a su autor en una
"celebridad" antes de su muerte

Susan Sontag, en palabras de su hijo, al mismo tiempo sentía pavor de
la muerte y obsesión por la muerte. Murió sin reconciliarse jamás con
la idea de morir. Incluso habiendo sido informada por los médicos de
que un trasplante de médula ósea tendría escasas posibilidades de
éxito en su caso, optó por hacerlo. Cuando supo que la cirugía había
fracasado, estaba cautiva de 300 metros de tubos, por los cuales le
inyectaban las sustancias que la mantenían con vida, y preguntaba qué
más los médicos podrían hacer por ella. Murió cubierta de moretones y
heridas, con la esperanza de "vencer" el cáncer, sin despedirse de
nadie y sin permitir que se despidiesen de ella. Fue su elección, solo
ella podía hacerla. "Era imposible decir que la amaba, porque hacer
eso hubiera significado decir: 'Te estás muriendo'", escribió David
Rieff, en un libro que enfrenta las preguntas espinosas sobre el lugar
de un hijo ante el morir de la madre, en la singularidad de cada
historia, siempre particular e irrepetible.

Mortalidad se basa en las columnas publicadas en la revista
estadounidense Vanity Fair por el escritor, periodista y gran
polemista Christopher Hitchens, un fiero defensor del ateísmo que se
mantuvo fiel a sus ideas hasta el fin. Murió de cáncer en diciembre de
2011, a los 62 años, y el libro se lanzó en 2012. Con el mismo coraje
y la ironía que siempre caracterizaron sus artículos, Hitchens
discurrió sobre la vida en lo que llamó cáusticamente "Tumorlandia".

En el estilo que le hizo atraer tanto admiradores como enemigos a lo
largo de una extensa colección de polémicas, sugirió la creación de un
"Manual de etiqueta del cáncer", destinado "a los pacientes y también
a los simpatizantes". Hitchens explica: "Mi Manual tendría que
imponerme derechos a mí, así como a aquellos que hablan demasiado, o
demasiado poco, en el intento de disfrazar el inevitable embarazo en
las relaciones diplomáticas entre Tumorlandia y sus vecinos". A él le
gustaría recordarle a la gente, en general, que no circulaba por ahí
con un enorme broche en la solapa en la que estuviese escrito:
"PREGÚNTEME SOBRE CÁNCER DE ESÓFAGO EN METÁSTASIS EN LA CUARTA ETAPA Y
APENAS SOBRE ESO". Es un libro tan vivo, este en el que Christopher
Hitchens escribe sobre su morir que, al terminarlo, echamos muchísimo
de menos al autor.

"Hello! Tengo cáncer", dijo la comediante Tig Notaro en un stand-up histórico
Pero el marco de este nuevo siglo, en la escritura sobre la muerte y
especialmente sobre el cáncer, es posiblemente el libro de Randy
Pausch. Ninguna obra sobre el tema ha sido tan célebre y popular como
La última lección. Y no por casualidad. Muerto de cáncer de páncreas
en 2008, el profesor universitario Randy Pausch construyó una
narración muy al gusto de la cultura estadounidense, marcada por la
división entre losers (perdedores) y winners (ganadores). La suya era
una escritura de "superación" de la adversidad, de la "batalla" contra
la enfermedad, un viaje del héroe adaptado al tan difundido discurso
en el sentido común y en los medios médicos del "guerrero que luchó
hasta el fin la guerra contra el cáncer". Randy murió, pero como un
"vencedor", ya que había convertido su cáncer en un "caso" de éxito.
No pudo "vencer" a la enfermedad, pero, en aquello que parecía
esencial para él y para la sociedad en la que vivía, había vencido. En
aquel momento, era bastante revelador que, después de tanto silencio,
la más comentada fuese una muerte "exitosa", materializada en un
superventas internacional que recaudó millones de dólares y transformó
a su autor en una celebridad.

Todo indicaba que esta podría ser la línea narrativa preponderante de
nuestro tiempo: la muerte al servicio de la superación y del éxito, de
la industria y del culto a celebridades. Citada, sí, pero apenas para
una vez más encubrir el dolor y los conflictos de la condición humana.
No es lo que ha sucedido, como prueban los escritos de Christopher
Hitchens, Joan Didion y del propio Oliver Sacks, entre muchos otros.
No hay una forma "correcta" ni "incorrecta" de hablar de la enfermedad
y de la muerte, ya sea la propia o la de quien amamos. Así como no hay
una narrativa superior a un debate honesto sobre lo que se dice de su
época y sobre cómo influye en ella, aunque su autor sea alguien que se
está muriendo.

La muerte está untada de vida y de humanidades. Hay tantas maneras de
pensar sobre ella como vividores y moridores. La belleza, incluso en
sus momentos de brutalidad, es cuando estas narrativas son capaces de
afrontar la complejidad de este momento, con todos los sentimientos
ambiguos y las contradicciones que lo pueblan. Sería una pena, después
de todo, reducir un momento tan abisal como ineludible a un manual
pobre del "morir bien". Como en la frase que me encanta: "La muerte no
es lo contrario de la vida, la muerte es lo contrario del nacimiento.
La vida no tiene contrarios".

"¿Y mi derecho a no querer vivir?", pregunta la lectora
Mi expectativa de que estamos en un nuevo momento en lo que se refiere
a la mirada sobre la muerte aumentó al seguir la historia de Tig
Notaro, de 44 años. Comediante de stand-up, la estadounidense Tig
estaba pensando en tener un hijo, en 2012, cuando sufrió una infección
que casi la mató. Poco después de su salida del hospital, perdió a su
madre, que en sus palabras era la persona que más la conocía,
comprendía y alentaba. Tig se vio en vilo. Pero no era todo. Enseguida
supo que tenía cáncer de mama.

Tig estaba a la víspera de un espectáculo. Y ahora, ¿debería
presentarse? La humorista pensó que, a final de cuentas, después de
todo lo que había acabado de vivir, era muy ridículo tener aun por
encima un cáncer. Subió al escenario e hizo un espectáculo considerado
histórico.

–Hello, good evening, hello! Tengo cáncer. ¿Cómo estáis? ¿Todo el
mundo se está divirtiendo? Me diagnosticaron un cáncer...

Aunque pueda parecer extraño, al reproducirlo aquí, al ver el
espectáculo nos damos cuenta de que Tig consiguió hacer algo
sofisticado y profundo con el cáncer y su miedo de morir: consiguió
hacer humor. Ella no negaba el dolor de su condición, sino que la
usaba para producir arte, reflexión y... risa. Sin haber planeado esa
actuación, su carrera dio un salto. Enseguida Tig estaba en la portada
de revistas, en programas de auditorio en la televisión.

En este punto, temía que pudiese convertirse en una especie de
"celebridad del cáncer" y nunca más hablase de otra cosa. Pero si lo
que hizo con la enfermedad la puso en otro lugar, y esto es un hecho,
el camino de Tig parece ser el de poner el cáncer, el luto por su
madre, los fracasos reproductivos y también el éxito en el contexto de
una vida con un poco de todo, a veces bastante de alguna cosa, pero no
monotemática.

"¿Vamos a hablar del luto?" es una de las plataformas lanzadas en
internet en 2015
Esta elección, al menos, es lo que aparece en un documental sobre su
trayectoria, lanzado en julio de este año por Netflix, llamado apenas
Tig. La suya es una historia en abierto, como cualquier otra, y la
vemos frágil y confusa ante el futuro. Seguimos a la artista en su
dilema sobre hacer o no un tratamiento reproductivo, en el intento de
tener un hijo, y arriesgarse a aumentar las posibilidades de que el
cáncer vuelva debido a las hormonas; compartimos su ansiedad para que
el embrión se desarrolle en una barriga de alquiler, así como su amor
por otra mujer, que en un primer momento la había rechazado, porque
hasta entonces solo había tenido relaciones heterosexuales. Somos
testigos también de su inseguridad acerca de con qué material trabajar
en sus espectáculos, después de haber alcanzado un nivel tan
paradigmático al llevar el cáncer al escenario.

Pero tal vez el momento-síntesis de la narrativa de Tig sobre el
cáncer y la posibilidad de morir sea una escena que no está en el
documental, a pesar de mencionada. En noviembre de 2014, Tig se quitó
la camisa en el escenario y mostró la ausencia de lo que la enfermedad
le arrancó, en una mastectomía doble sin cirugía reconstructiva, y sus
cicatrices. Hasta ahí, podría ser simplemente una especie de
"espectáculo de choque", un truco para ganarse a los espectadores. Sin
embargo, después del impacto inicial, el público acogió y superó esa
desnudez señalada por la enfermedad y por la condición humana, gracias
al talento de Tig.

Como dijo el crítico Jason Zinoman: "Tig Notaro muestra que el humor
no solo consigue transformar la tragedia en comedia, sino que también
es capaz de desviar la atención de las personas de la imagen más
vendida y cosificada de la cultura popular: el cuerpo femenino
desnudo". Allí estaba alguien dolida y alegremente viva que no negaba
sus marcas. Esta trascendencia colectiva fue un gran momento de vida,
con toda la incertidumbre y la fragilidad que es vivir como un ser que
se sabe para la muerte.

Mi apuesta es que lo más fascinante de esta nueva mirada sobre la
finitud humana posiblemente aún está por venir. Y vendrá no por
aquellos que ya tienen un lugar de escucha, sino por los anónimos que
comienzan a producir narrativas en internet sobre el envejecimiento,
la enfermedad y la muerte. Así como las redes sociales vienen
produciendo tanto sobre todo —y no solo discursos de odio—, también
autorizaron un decir que revela cómo cada uno se posiciona delante de
la mortalidad. Si internet les ha permitido a aquellos que comulgan de
deseos sexuales considerados fuera de los estándares que se encuentren
y puedan vivir su expresión de forma consensual, entre adultos,
también comienza a establecerse como un lugar de confesión y de
intercambio sobre el luto, las pérdidas y la muerte. Un espacio para
narrativas múltiples, para vivencias múltiples del morir. Cuando uso
la palabra "fascinante", no establezco si es bueno o malo, apenas que
estamos ante algo emocionante y tal vez sorprendente, exactamente por
ser contradictorio.

Meses atrás, una carta de una lectora de 78 años en el Tablón del
Lector del diario Folha de S.Paulo me impactó. Para mostrar su
desacuerdo con el planteamiento de un artículo sobre el deseo y el
envejecimiento, se posicionó así: "Quien ha leído a Simone de Beauvoir
va a entenderme. Son inocuas las 'zanahorias', las sorpresas o los
placeres externos cuando te das cuenta de que, por dentro, estás
pudriéndote poco a poco. Llegar a esta constatación es de una crueldad
sin comparación. No hay ninguna sonrisa de nieto que consiga
desvanecerla. Por encima de todo, no quiero ocuparme más de esos
males, y para eso, estoy en plena y ocupada fase de desprendimiento.
Para mí, ya basta. ¿Y mi derecho a no querer vivir más? ¿Dónde se
queda?"

Lo que importa aquí no es estar de acuerdo o en desacuerdo, porque
cada uno conoce su dolor y sus elecciones. El hecho es que ya es
posible decir y ya existe un espacio para ser escuchado, incluso si lo
que usted tiene que decir está fuera del sentido común y de la
publicidad acerca de la "tercera edad", fuera del manual y de los
discursos edificantes o de las "lecciones vida" de buen
comportamiento.

En un interesante artículo sobre este fenómeno de las narrativas de
muerte en tiempo real, el periodista Lee Siegel recuerda el testimonio
de una mujer en la columna Private Lives (Vidas privadas), del
periódico The New York Times, marcado por una crudeza sin ningún
pudor: "Por hablar de pérdidas, no perdí solamente a mi marido y mi
vida, también perdí mi cabello. Recientemente, un policía me detuvo
por quedarme parada en el coche. El tráfico estaba siendo redirigido,
pero yo me había congelado y retenía a una larga cola. Levanté las
manos, esperando a que me esposase, diciendo: 'No hay nada que puedas
hacerme que sea peor que lo que ya se ha hecho'. Él dijo: '¿Qué
historia es esa, señora?'. Yo dije: 'No tengo marido, no tengo amigos,
no tengo cabello'".

El mismo Times tiene otro espacio, The End, con declaraciones acerca
del morir, el luto y el cuidar a quien padece una enfermedad. En
Brasil, Folha de S.Paulo creó, en octubre de 2014, un blog llamado
Morte Sem Tabu (Muerte sin Tabú), producido por la dramaturga Camila
Appel. En todo el país, usando las redes sociales, surgieron y surgen
grupos para compartir experiencias de pérdida, como Mães Sem Nome
(Madres Sin Nombre), que reúne a personas de diferentes clases
sociales e historias de vida: "Cuando un(a) hijo(a) pierde a sus
padres se queda huérfano(a).Cuando perdemos al marido/esposa nos
quedamos viudos (as). Cuando la madre pierde a sus hijos, no tiene
nombre". En junio de este año, siete amigas que perdieron a personas
que amaban lanzaron una plataforma en Internet para escuchar este
momento tan profundo y en general solitario: "¿Vamos a hablar del
luto?" Los muros de silenciamiento se rompen por todos sus lados.

En 2008 hice el seguimiento como reportera de los últimos 115 días de
vida de una mujer con un cáncer incurable. También fui testigo durante
meses de la rutina de una enfermería de cuidados paliativos de São
Paulo, liderada por una médica especialísima, María Goretti Maciel, en
la que se creía más en la anchura de la vida que en su longitud: más
importante que prolongar la vida a cualquier precio, en general, un
precio alto, era asegurar la calidad de la vida que quedaba. Así como
se mostraba fundamental respetar y acoger el modo como cada uno
escogía vivir ese momento, sin dogmas ni juicios. No era un lugar
donde la humanidad se dividiese en "perdedores" y "ganadores", ni el
tratamiento de la enfermedad, por lo general un cáncer, fuese visto
como una "guerra". Lo fundamental era garantizar las condiciones para
que cada uno pudiese escoger cómo vivir el tiempo que tenía, sin
tratamientos inútiles, dolorosos e invasivos, rodeado de aquellos a
quienes amaba o incluso solitario, en caso de que ese fuese su deseo.
Cómo vivir su muerte, solo lo sabe aquel que la vive.

En aquella ocasión, al decidir contar la muerte en general silenciada,
aquella causada por la enfermedad y por la vejez, callada exactamente
por ser la de la mayoría —y no la muerte violenta, causada por
crímenes, accidentes y catástrofes, más común en la narrativa
periodística— fui una y otra vez acusada de "mórbida". Yo replicaba,
diciendo que era lo contrario. Mórbido era aquello que nos paralizaba,
el miedo que no podía nombrarse ni pronunciarse.

Al callarnos sobre el envejecimiento, la enfermedad y la muerte,
perdíamos una oportunidad insustituible para pensar sobre de la vida
y, en especial, sobre el tiempo. Yo había sido transformada para
siempre por una frase de Ailce de Oliveira Souza, la mujer que me
permitió contar su morir, en un enorme acto de confianza. Ya en
nuestro primer encuentro, ella, que había acabado de jubilarse y había
comenzado a vivir aventuras hasta entonces pospuestas, dijo: "Cuando
tuve tiempo, me di cuenta de que mi tiempo se había acabado". Le
agradezco inmensamente esta frase, que multiplicó la anchura de mi
vida.

Hoy, pasados menos de diez años, creo que ya no me acusarían de
"mórbida". No tanto, por lo menos. Hombres y mujeres anónimos han
comenzado a decir de sí sin miedo. No sé qué escucharemos ni cuánto
estos decires van a influir en nuestra forma de afrontar la finitud de
nuestra condición. Pero esta posibilidad de hablar y de ser escuchado
también sobre el envejecimiento, la enfermedad, la pérdida y la muerte
me encanta. Espero apenas que siga existiendo espacio no para el
silenciamiento, ese acto que nos reprime y nos aniquila, sino para el
silencio de aquellos que prefieren retirarse dentro de sí mismos y de
casa y nada decir. Que hablar y "confesar" no se convierta en un nuevo
imperativo o dogma. Que haya espacio para todas las formas de ser, de
vivir y de morir.

Pero la pregunta que más me mueve en este momento es: ¿qué diremos
ahora que podemos decir?

Escuchar al otro es arriesgarse al otro. Es vivir.

Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de los
libros de no ficción Coluna Prestes - o Avesso da Lenda, A Vida Que
Ninguém vê, O Olho da Rua, A Menina Quebrada, Meus Desacontecimentos y
de la novela Uma Duas. Sitio web: desacontecimentos.com Email:
elianebrum.coluna@gmail.com Twitter: @brumelianebrum

Traducción: Óscar Curros

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