El día de mi madre

Por Claudio Nazoa

Todavía me estoy recuperando del pasado Día de la Madre. ¡Dios, qué día!

Todos los días del año y todos los años, cuando se acerca el Día de la
Madre o mejor dicho, "el Día de las Madres", sufro lo indecible.

Me he casado siete veces, divorciado ocho y no es para nadie un
secreto que, además, me he arrejuntado en incalculables ocasiones con
cuanta mujer demente y buena ha creído ver en mí lo que ellas
denominan: "El hombre de mi vida".

De esa enorme cantidad de matrimonios, divorcios, empates y
desempates, me quedaron siete hijos, supuestamente míos, a los que
debo sumar los putativos, es decir, los hijos que tuvieron ellas con
los anteriores "hombres de sus vidas". Para estar con estas mujeres no
he tenido más alternativa que calarme no solo innumerables muchachos
ajenos, sino también padres celosos que creen que uno está tan loco
como para robarle el cariño de los hijos que ellos tuvieron, con
nuestra novia de turno, en su oportuna administración.

La peor vaina que le puede pasar a uno es que los hijitos de nuestra
mujer, nos comiencen a decir papá. A veces son las mismas mujeres las
que le meten esas ideas a los carajitos creyendo que de esta manera
van a retener al "hombre de su vida".

Apenas llega el mes de mayo me atacan los nervios ya que,
inevitablemente, el segundo de sus domingos, deberé ingeniármelas para
celebrar el Día de la Madre de ese mujerero loco y el de mi propia
madre, quien, año tras año, espera con ansias la llegada de tan
merecido homenaje.

¡Qué bella es una madre! Ellas lo merecen todo. Cada vez que veo a la
mía se me parte el alma y se me aguarapan los ojos, y es que siempre
cuando llego a casa la encuentro allí, descalza, pegada a la batea,
con su bata vieja llena de huecos, fumando cigarrillo con la candela
pa' dentro y con un desgastado jabón azul, restriega que restriega el
roperío de sus tres nietos mayores, hijos míos que, por cierto, viven
con ella. Verla tan abnegada me da dolor, y es por eso que
semanalmente contribuyo con su labor: cumplidamente le llevo mis
camisas blancas, las verdes, las negras, las rojas y la amarillas,
para que las lave con azulillo, las almidone y planche como solo ella
sabe hacerlo.

Después que mamá pasa varias horas lavando, me acerco, la miro,
reconozco para mis adentros que no aparenta sus 94 años y en un
impulso de ternura irrefrenable, le digo:

--¡Ay, viejita! ¡Deje eso!

--¡Gracias, hijito! -responde con emoción al tiempo que seca las manos
enjabonadas en su roída bata-, es que ya no aguanto el dolor de las
rodillas por estar tanto tiempo de pie.

--¡Se acabó, mamá! -digo arrojando al piso el montón de ropa sucia que
hay sobre la batea.

--¡Que esos vagos laven su ropa por hoy! -Diciendo esto coloco en la
batea mis camisas blancas-. ¡Y usted me hace el favor de lavar
únicamente estas diez camisitas que necesito con urgencia!
-Abrazándola, y en un ataque de generosidad, añado con dulzura-:
Vieja, después de que termine, y para que descanse, se me va a ver sus
novelas y de paso me remienda estos pantalones y estas medias.

Lo cierto es que este año viví el más terrible de los días de la madre
que ser humano alguno haya padecido. Todos mis hijos, cada uno de
madres diferentes, decidieron reunirse con sus respectivas
progenitoras, hermanos y medios hermanos y padres de sus medios
hermanos, en casa de mi madre, quien además lo celebraría con mis
hermanos, sus esposas, los hijos de cada uno de ellos y de sus
antiguos matrimonios.

Llegó el día. Me levanté muy temprano y fui con mamá y mis dos hijos
al mercado de San Martín para comprar los ingredientes de un sancocho
de gallina.

Compré 3 gallinas bien gordas. Las pedí vivas porque cuando mamá las
mata, son más sabrosas. Las amarré por las patas y entregándoselas a
mi viejita le pedí que comprara 10 kilos de verdura ya que si ella no
las escoge no es igual, y para no perder tiempo mis hijos y yo nos
desayunamos empanaditas y jugo. Después iríamos a comprar el compuesto
de perejil que eso sí es verdad que si no lo escojo yo el sancocho no
sabe igual.

Como a las 11:30 llegamos a la casa. Aquello parecía un nido de
serpientes. ¡Estaban las siete ex! Cuaimas y anacondas, una más
venenosa que otra, algunas venían del brazo de sus comemuslos y
picachúes (pichirres, caletas y chulos) a quienes, por cierto,
indirectamente también yo mantengo.

Al entrar, todos aplaudieron. Mamá, sonriendo, se fue con sus tres
gallinas y los diez kilos de verdura a la batea donde había colocado
periódicos para no mancharse con la sangre de nuestro almuerzo. Con
destreza, y pensando en algo que aparentemente le producía placer,
mamá retorció el cuello de cada una de las gallinas mientras con voz
sádica, decía: "A mí me gusta chuparme el sitio donde se rompen las
vértebras y se coagula la sangre". Mientras pelaba las gallinas y
picaba los diez kilos de verduras, yo me echaba palos con los chulos
que viven en las casas que les dejé a las cuaimas madres de mis hijos.

¡Todas! Todas me susurraron al oído alguna picardía como: "No me vas a
negar que yo estoy más buena". La más audaz, media rascada y con un
pedacito de chicharrón en la boca, me dijo: "Mi amor... si nos echamos
una escapadita juro que voy a hacerte lo que ninguna de estas te ha
hecho jamás". Me irá a matar, pensé, alejando mi cuello de sus filosos
colmillos. No faltó la hipócrita que, en la patica de la oreja y a
todo gañote, gritó: "¡Coño, que alguien ayude a la abuela con el
sancocho, cuerda de desconsiderados!".

--¡No! -dije imperativo-, déjenla sola. Si no, no sabe igual. Además,
para amortiguar, ella va a preparar unas empanaditas con lo que sobre
del guiso.

A las 8:00 de la noche comimos el sancocho. Todos estaban rascados; mi
vieja preparaba guayoyo y arepas para la media noche. Las madres de
mis hijos pelearon entre sí y se lanzaron lengüetazos hirientes y
venenosos, mientras sus actuales maridos, a quienes, vuelvo y repito,
yo mantengo, me decían: "Claudio, tú eres como nuestra madre... ¡Feliz
día!".

A las 9:30 llegó mi amigo el poeta Leonardo Padrón, con unos mariachis
que le habían sobrado de la fiesta de su mamá. Cuando terminaron de
cantar, le dije a mamá que les sirviera a todos el poquito de sancocho
que quedaba en la olla; mientras comían, Leonardo recitó un poema de
su autoría, titulado: "El Rosario de mi madre, son las lágrimas de su
hijo". Cuando los mariachis terminaron de comer y Padrón de recitar,
aproveché y me escapé con ellos.

Entretanto, mi viejecita, con sus manitas arrugadas y manchadas, se
acostó a las 3:00 de la mañana, no sin antes lavar el perolero sucio y
pensar en lo feliz que ella es teniéndome a mí por hijo.

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