El paraíso, en efecto, está en la otra esquina
Mario Vargas Llosa es el novelista trotamundos y en esta entrega que EL PAÍS hace mañana de su biblioteca completa viaja más lejos que nunca, a Tahití, en busca del mundo en el que el pintor Paul Gauguin creía que iba hallar el paraíso. Y el paraíso siempre está en la otra esquina. El paraíso en la otra esquina, pues, es la novela de esta semana. En esa novela, como en otras suyas, Vargas Llosa se convierte en una especie de enviado especial a otras vidas, y trata de juntar una relación que fue imposible: la de Paul con su pariente Flora Tristán, a la que nunca llegó a ver.
La ficción es doble en El paraíso en la otra esquina: está la que concibe el propio Vargas Llosa para explicar la peripecia de Paul y Flora, y está en la estructura, sobre todo, de los capítulos dedicados al pintor. Estos capítulos, que se alternan con los que se dedican a la utopista peruana, parten de cada una de las obras maestras de Paul, que sirven de sustento metafórico de la realidad -inventada o no por el autor- del célebre artista excéntrico. Es una novela pintada, por decirlo así, una novela dentro del cuadro, una magistral trasposición de la mirada del novelista en el alma de su personaje a través de la pintura. Es una experiencia que a Vargas Llosa debió darle mucho placer: el escritor no solo ve, pinta con su personaje.
En el caso de Flora, la utopista peruana que buscó la felicidad del mundo, la gradación se refiere a las sucesivas esperanzas y decepciones que padece esta mujer volcada en la búsqueda de un paraíso que se le resiste, como se le resiste, para su desesperación, a la humanidad. En este sentido, el libro es también una búsqueda del alma del artista como individuo, los problemas con los que este se enfrenta para cumplir con su vocación apasionada; una indagación en el origen de las utopías que buscan la salvación colectiva (en el caso de Flora) o la salvación individual (en el caso de Paul).
A lo largo de la novela crece la implicación del lector en ella, y muy pronto deja de ser relevante la existencia real de los dos personajes tal como vivieron. Flora y Paul, Florita y Koke, que son los nombres que también reciben, son para estos efectos criaturas de ficción que dialogan a través también de un personaje de ficción, que es el narrador. Como en La vida nueva de Orhan Pamuk, aquí el libro dialoga con sus propios personajes a través de Mario Vargas Llosa.
La novela fue algo así como una producción filmada. Porque para documentarse, como hace tantas veces, Vargas Llosa hizo un largo viaje hasta Tahití y hasta los lugares en los que habitó Gauguin en su intrépida búsqueda del paraíso. La hija de Mario, la fotógrafa Morgana, hizo un libro de imágenes de ese trayecto, y los documentalistas Marcela Cúneo y Mauricio Bonnet realizaron un documental en el que se pone de manifiesto la voluntad indagatoria del escritor, que luego haría viajes narrativos tan complejos como los que le llevaron en busca de la figura de Roger Casement para escribir su novela más reciente, El sueño del celta. En cierto modo, El paraíso en la otra esquina no representa solo el viaje soñado por Paul y Flora. Incluye también la propia ambición de Vargas Llosa, como novelista que en la ficción (en la verdad de las mentiras) busca la felicidad a toda costa, para comprobar que, como el paraíso, la felicidad (como la juventud, según su compatriota Julio Ramón Ribeyro) siempre está en la otra esquina.
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