Mujeres afganas escapan de la opresión quemándose vivas




Es tal la opresión a la que son sometidas, que varias han optado por esta terrible práctica.

A causa de leyes religiosas de hace 1.500 años, las afganas viven en una opresión muy próxima a la esclavitud. Los hombres las consideran de su propiedad y las niñas son vendidas en matrimonio.

Las afganas viven en una opresión muy próxima a la esclavitud. "Cuando te cansas de llamar a todas las puertas y que nadie te responda, a veces, la única solución que te queda es rociarte con gasolina y prenderte fuego para acabar con tu vida", manifiesta Soraya Pakzad, que dirige la ONG Voice of Women Organization.

Pakzad ha sido en repetidas ocasiones amenazada de muerte por los extremistas, por querer proteger a mujeres desesperadas que huyen de su hogar para abandonar al marido.

El principal problema, sostiene la activista, es que "hay un vacío legal en los asuntos de la mujer". La mayoría de veces, los asuntos familiares se resuelven de manera informal, a través de un consejo de ancianos o shura, basado en las leyes islámicas. "En nuestra sociedad machista se piensa que las mujeres somos una propiedad, un objeto que se compra y, por lo tanto, no tenemos derechos", critica Pakzad.

En Afganistán queda un largo camino por recorrer para que se reconozcan los derechos de la mujer. Quizás, el burka es el menor de los problemas a los que se enfrentan las mujeres afganas.

A unos kilómetros de la sede de Voice of Women Organitazion, en el centro de la ciudad, está el Hospital General de Herat. En uno de los laterales hay un edificio exclusivo para tratar a mujeres quemadas, que ha sido financiado por la Cooperación Italiana.

Herat es la provincia con el mayor número de casos de mujeres que han intentado poner fin a sus vidas mediante estos métodos tan dolorosos.

"Desde el 2003, hemos recibido a cerca de mil mujeres que han intentado quitarse la vida quemándose vivas. Se ha convertido en un grave problema en Afganistán", afirma el doctor Muhamed Arif Jalali, jefe de la Unidad de Cuidados Intensivos.

La mortandad se ha elevado hasta cotas insospechadas y ha alcanzado el 60 y 70 por ciento del total que intenta acabar con su vida.

El doctor Jalali reconoce que "se le rompe el alma" con cada una de sus pacientes. Aullidos de desesperación retumban en las paredes del pasillo.

Dina, de 17 años, se retuerce de dolor en un camastro, con el cuerpo vendado para que no se le infecten las quemaduras. "Son 48 horas de intenso dolor. Si lo supera, estará fuera de peligro; de lo contrario, corre el riesgo de morir en estado de shock", explica el cirujano plástico.

Dina se casó hace cinco años, cuando tenía apenas 12. Como aún era niña, su esposo le permitió que se quedara durante un tiempo en casa de sus padres. Los años iban pasando y Dina seguía en el hogar familiar. Su marido ni siquiera la visitó una sola vez. Hace unos días, el padre de la joven le dijo que se marchara a casa de su esposo. Unas horas después, Dina regreso a su casa, alicaída.
Sin mediar palabra, la joven entró a la cocina, tomó un bidón de gasolina y meticulosamente se encerró en su cuarto para no levantar sospecha. La vergüenza de haber sido rechazada por el esposo y la deshonra familiar se antepuso a la racionalidad. La chica se roció el cuerpo con gasolina y prendió una cerilla.
Afortunadamente, su hermana llegó a tiempo y apagó con una manta el fuego, y horas más tarde la llevaron al hospital.

En este país todos los matrimonios son concertados. No existe una relación de amor o una relación de amistad entre un hombre y una mujer. Esto no es aceptado por la sociedad afgana. Los matrimonios se apañan entre dos familias que se ponen de acuerdo y casan a sus hijos por meras cuestiones económicas.
Además, existe la tradición de que el hombre tiene la obligación de pagar una dote por la mujer, que suele ser bastante elevada -entre 3000 y 5.000 dólares, en un país donde el sueldo medio no llega a los tres dólares diarios-. Los hombres que pueden permitirse pagar esa dote se deberán casar con una chica a la que no conocen y a la que, en el mejor de los casos, han visto una vez en su vida.

Zahara tiene 22 años y el rostro desfigurado. Cuando tenía 17 años, su tío la vendió a un vecino, por unos 1.000 dólares. El tío de Zahara era su protector, porque su madre se quedó viuda cuando ella era una niña. La joven no quería casarse con aquel hombre, pero la obligaron.

"Era muy infeliz. Mi marido se enfadaba mucho y siempre me trataba mal", explica Zahara. Desesperada, fue a pedirle consejo al mulá de la mezquita de su barrio, porque quería divorciarse. "Él mismo me dio una garrafa de gasolina y las cerillas para que me quemara viva", declara horrorizada.

"No pude ponerle fin a mi vida y ahora tengo que vivir con esta carga -lamenta la joven-. Mi marido no quiere saber nada de mí, se ha casado con otra mujer y tienen un hijo. Le he pedido que nos divorciemos, pero él se ha negado rotundamente. Seguiremos casados hasta que uno de los dos muera", continúa.

A duras penas sale del zulo en el que vive, con su madre, de 75 años, porque los niños del barrio se burlan de ella. Las dos mujeres viven en una casita de adobe, sin ventanas ni agua corriente, dentro de la parcela de su tío.

Nacer mujer en un país como Afganistán es una condena de por vida. Sakine Jalal-e-Din, de 17 años, escapó con su novio de casa de sus padres porque la obligaron a casarse con un hombre de 45 años.

La Policía los encontró al día siguiente, cuando intentaban cruzar la frontera para ir a Irán.

Ahora, Sakine cumple condena de tres años en el Centro de Rehabilitación Juvenil de Herat por delito de adulterio. La joven y su novio mantenían una relación amorosa en secreto desde hacía tiempo y Sakine estaba embarazada. El bebé nació hace unos tres meses en la penitenciaría.

La menor comparte cuarto con otras seis chicas con caras de niña y mirada inocente. Pero la vida las ha hecho ser adultas antes de tiempo.

"Cuando cumpla mi condena, tendré que casarme con uno de los dos chicos que abusaron sexualmente de mí. No es una decisión agradable, pero no tengo otra opción. No sé cuál será mi futuro", afirma Nefise, con resignación. Sus grandes ojos marrones ocultan una enorme pena. Echa de menos a sus padres y quisiera poder escapar de estos muros que se han convertido en su cárcel.
Nefise es afortunada porque solo tendrá que permanecer en el internado durante un año. Otras de sus compañeras enfrentan condenas mayores por haber escapado de sus maridos maltratadores.

Durante el oscuro régimen de los talibanes, que gobernaron con puño de hierro Afganistán (1996-2001), el papel de las mujeres quedó supeditado a un segundo plano dentro de la sociedad afgana. Se les prohibió trabajar, acudir a la escuela o salir de casa sin la compañía de un varón de su familia. Cuando, en octubre del 2001, Estados Unidos decidió intervenir militarmente en Afganistán, esgrimió, como una de las razones principales, salvar a las mujeres afganas del trato vejatorio al que los talibanes las tenían sometidas. Una década después, las mujeres afganas siguen sin importarle a nadie.

ETHEL BONET
ESPECIAL PARA EL TIEMPO
HERAT (AFGANISTÁN)

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