Una jornada triste, amigos, familiares y seguidores de Facundo Cabral se acercaron a la capilla ardiente
Rojo. De ese color quería Facundo Cabral que pinten su cajón una vez fallecido. Premonitorio, el músico lo anunció durante el último recital que ofreció en la misma sala donde ayer lo velaron: “Si ésta es la última vez que subo al escenario, pinten el cajón de rojo y celebren porque mi vida fue una fiesta”. Pero el féretro no es rojo. Es más bien gris, con agarraderas plateadas, y tiene encima un manojo enorme de azucenas. Al pie están los ramitos de flores que le dejaron sus admiradores: gladiolos o rosas de plástico. Ese cajón con todas las ofrendas partirá hoy a las 10.30 desde el teatro porteño ND Ateneo hacia el cementerio Jardín de Paz, donde será cremado.
Un avión de la Fuerza Aérea Mexicana aterrizó ayer a las 7 con los restos del trovador asesinado el sábado en Guatemala. En la pista de la Aeroestación Militar del aeroparque metropolitano estaba Silvia, la viuda de Cabral. El y su pareja, de origen venezolano, se habían casado por civil hace siete meses porque el músico quería que Juan, 18 años, hijo de su mujer, llevara su apellido. Un allegado del trovador contó a Clarín que Silvia pudo despedirse a solas de su marido, en una pequeña sala de la cochería donde abrieron el féretro.
“Facundo siempre decía que de noche, mientras dormía, ensayaba la muerte. En realidad decía que no había muerte, que morir era mudarse. Seguramente, él quiere que lo recordemos como un hombre libre. Repetía que Dios le había dado el don de la libertad”, confió Fernando Albornoz, amigo del solista. El, como muchos otros, se acercó al teatro para darle el último adiós. Pero Fernando buscó una silla y la puso al lado del cajón. Apoyó sobre el respaldo una foto de Cabral. La imagen lo muestra sosteniendo su bastón, el rostro enmarcado en sus lentes oscuros. A esa imagen fueron a parar los besos de admiradores y de algunos amigos famosos –Piero, Víctor Laplace, Julio Mahárbiz–, que desfilaron en una despedida austera. Marita le llevó una rosa de plástico y se persignó. Fue una de las pocas personas que logró acercarse al cajón. El resto quedó detrás de una valla. El personal de seguridad, mientras tanto, se ocupó de acomodar las ofrendas. Había cartas, rosarios, discos de pasta.
El otro que tuvo el privilegio de tocar el cajón fue Héctor Timerman, quizás porque su padre, Jacobo, fue amigo íntimo del trovador. Cuenta la anécdota que el padre del canciller grabó “No soy de aquí, ni soy de allá” mientras Cabral improvisaba la canción en un bar del Punta del Este. Días después, Timerman lo invitó a cenar y le pidió que vuelva a cantar esa canción, pero Facundo no la recordaba. Entonces el periodista lo sorprendió con un cassette: ahí estaba esa primera versión que convertiría al tema en un éxito.
Durante la tarde, las dos velas que escoltaron los restos del músico estuvieron prendidas. Alguien musicalizó en la capilla ardiente improvisada. Sonaba “vuele bajo porque abajo está la verdad” , una de las canciones más recordadas de Cabral. La tarareaba Hugo Paladino, vecino de la infancia del músico. “El era el compañero de baile de mi hermana. Milongueaban en el club Santamarina y en el Independiente de Tandil. Y lo veía por el barrio repartiendo telegramas. Los vamos a extrañar”, avisó Hugo.
“Le gustaba salir de gira. El disfrutaba cada uno de los kilómetros que hacíamos por tierra. Tenía una memoria impresionante: pasaba por un lugar y largaba la anécdota. Amaba lo que hacía y eso lo convertía en una hombre divertido, un hombre además puntual, un gran seductor. En los hoteles donde dormíamos mientras hacíamos las giras, conquistaba a las camareras. Les preguntaba cómo se llamaban y les armaba una canción, así, de la nada”, repasa Jorge Mazzei, productor del espectáculo Canciones Conversadas, el que llevó adelante Cabral antes de emprender viaje fatal a Guatemala: el último viaje de un viajero del alma.
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