"Pobre de mí".
—¿Qué es el capitalismo?
—La explotación del hombre por el hombre. ¿Qué es el comunismo?
—Todo lo contrario.
Un viejo chiste polaco.
Adolescente, cuando Pérez Jiménez convocaba al Nuevo Ideal Nacional y aún se importaba jamón de Argentina, me dio, entre diversas obsesiones, por dejar de ser cristiano al no poder resolver una pertinaz lascivia por la actriz mexicana Lilia Prado. En realidad, fue un intento y no un resultado, puesto que aún no he podido dejar de serlo y todo lo que digo y todo lo que hago continúa siendo un apéndice superficial de Pablo de Tarso y de lo que me enseñaron los padres jesuitas en los viejos días del Colegio San Ignacio, con alguno que otro laicismo mal aprendido y peor ejecutado. Más que dejar de ser cristiano, empecinamiento imposible e inútil, experimenté en esos años la necesidad de renunciar a creer en Dios Padre, puesto que su presencia en mi vida me resultaba excesiva y en ocasiones abrumadora. Dios Padre, fue siempre irritante, como un actor sobreactuado en una comedia española. Dios Padre no me dejaba vivir, fundamentalmente porque impedía mis fantasías eróticas con la singular Lilia Prado. Dios Padre era cargoso con sus broncas y sus caprichos y su egocentrismo y esa permanente negación de toda apetencia, amedrentando al pobrecito de Abraham con la ridícula pretensión de que degollara al buenazo de Isaac, asustando a los sodomitas o acechándome cada vez que Lilia y yo entrábamos a la suite principal de un hotel de Acapulco, fastidiándome en las playas, en los rincones, en los bosquecillos o en cualquier penumbra más o menos solitaria y gozosa,
Hasta que un día, del cual tengo apenas la vaga memoria de una azotea olorosa a guayaba, consiguió realmente exasperarme y arrinconarme en un punto esquinado donde me atreví a la apostasía y le dije:
—Viejo, ya está. Piérdete que hasta aquí llegamos. Tú no existes y si esa vaina te incomoda, mándame al Matón Alado de Gomorra o haz que la calle Argentina se anegue de tanto aguacero, o párteme en cuatro con un rayo o píntame en el techo de mi cuarto el grafitti que le pintaste a Nabucodonosor el babilonio. Haz lo que quieras. El espectáculo es tuyo, pero déjanos en paz a Lilia y a mí, cojones.
Quien lo habría dicho: ese día, El Viejo, después de rezongar alguna de sus impertinencias favoritas me dejó realmente solo y mi vida sexual con Lilia alcanzó en poco tiempo una cierta operatividad discretamente satisfactoria. Porque está bien ser Dios, pero no por eso hay que estar en todas partes.
Fue entonces cuando conocí al querido Arnaldo Esté, agente de la NKVD soviética en el Liceo Fermín Toro y a quien Stalin había dado instrucciones precisas de adoctrinarme e inscribirme en el Partido Comunista de Venezuela, que no en la Juventud Comunista de Venezuela, porque a mí jamás me gustó ser joven. Decir que Arnaldo me reveló una dimensión, o eso que tontamente podríamos llamar un mundo, no es nada. Arnaldo era críptico como todo conspirador de oficio, y como los ojos le chispeaban con cierta ferocidad santa y resolutiva, fue como conocer al mismísimo Franz Anton Mesmer en un cafetín de la avenida Sucre. A murmullos y con manotadas magnéticas, en fantásticas conversaciones donde él hablaba y yo me limitaba a la iluminación, Arnaldo me explicó un Nuevo Evangelio, un tercer Testamento y sobre todo una totalidad verdadera capaz de hacerle sitio y destino, cabida y disciplina hasta a las hermanitas Dolly.
Frente a unas merengadas de lechoza, sacó una tarde, de algún recóndito escondrijo de su humanidad, un librillo sedicioso, color mamey según lo evoco, y procedió a leer la revelación primigenia, aquella que en la página 33 del opúsculo dice: «La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días, es la historia de la lucha de clases. Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores y siervos, maestros y oficiales, en una palabra, opresores y oprimidos, se enfrentaron siempre, mantuvieron una lucha constante, velada unas veces y otras franca y abierta; lucha que terminó siempre con la transformación revolucionaria de toda la sociedad o el hundimiento de las clases beligerantes».
Y como yo le preguntara qué significaba en tan terrible aseveración, la palabra maestro, me miró sonriente y benigno y procedió a leer el pie de página que decía, solvente y preciso: Maestro o lo que es igual Zunfburger, miembro de un gremio con todos los derechos.
Lo cual era un alivio, puesto que por un momento pensé que el librillo aludía al profesor Fierro, por ese entonces mi único opresor, dejando a un lado a Pérez Jiménez.
Aquello era un contento hipnótico, una verdadera interpretación de la vida, sin tanta monserga ni sansones fascistas ni salomones aceitados ni zarzas ardientes. Quien ardía era yo y al recordarlo no puedo menos que emocionarme y dar fe de la inmensa bondad adolescente, del fiero amor que brotaba de tanta gentileza humana que albergaba mi adoctrinador. Era otra religión, sin duda y ahora es fácil decirlo, destruidas las murallas de Jericó, pero en ese tiempo, fue razón de vida, angustia de paisaje maltrecho, esperanza ante la iniquidad. Nadie hizo tanto por mí, como ese Arnaldo capaz de imaginar koljoses que iban a alterar el diseño de la avenida Sucre, sembradíos de auyarnas en la pendiente de Gato Negro, recitales felices en una patria que concluiría en el abrazo del reconocimiento fraterno, despiertos todos los seres humanos después de un largo sueño habitado por todas las miserias y redimido por todas las sensateces. Por mí, que me hubiera leído Robin Hood en lugar del Manifiesto. Total es lo mismo: ricos que tienen de más y pobres que tienen de menos.
—¿Pero cuándo vendrá el comunismo? —se me ocurrió inquirir una de esas tardes, después de haber asistido ambos, a una disertación magistral sobre Santo Tomás de Aquino, a quien nos permitíamos llamar Tomás a secas, por herejes y confianzudos.
Me explicó entonces Arnaldo que el comunismo era la etapa superior del socialismo, una utopía lejana que sin lugar a dudas sería contemplada por mis bisnietos, tan pronto hubiesen desaparecido los últimos vestigios del capitalismo y cuando no existiera memoria de las charlas de Emeterio Gómez sobre el hombre loco. De acuerdo a la nueva teogonía, el comunismo era el cielo, o en todo caso, la tierra prometida por la cual valía la pena cruzar el Mar Rojo. El socialismo era el purgatorio, vale decir el estado intermedio del pecador, recuperado, la inexorable necesidad de un castigo benigno, mediante el cual nosotros los extraviados, los revolucionarios conscientes del destino que aguardaba a la humanidad, expiaríamos tanto feudo, tanto diezmo, tanta plusvalía cochina, tanto egoísmo canalla. Era imprescindible fortalecer la noción del estado proletario, el rudo despotismo de la mayoría capaz de alterar el curso de la historia mediante las decisiones luminosas del partido. Rodarían cabezas, dolorosa y lamentablemente, el miserable intelectual corroído por la tentación individualista, acotaría sus habituales pendejadas que nada tienen que ver con el rendimiento stajanovista de la producción de remolachas, o con las muchachas manzanotas sentadas ante los mandos de un tractor y así el socialismo sería el duro gobierno de la mayoría proletaria, rústico y chambón como los fanáticos del Caracas, grosero y hermoso como la voz de Celia Cruz, un ambiente de corbatas mal anudadas, demasiado cervecero para satisfacer a quienes creen en Mozart como una razón de vida, pero capaz de ofrecer un contundente Lago de los cisnes a la hora de queremos sentir finos y elevados, un lugar sin detalles ni sutilezas, algo así como Imgeve de Miracielos a Hospital: recto y al grano, barato, pero no me preguntes si arriba me quedan sillones Chesterfield o butaquitas de terciopelo, porque cada vez que alguien repuja cuero los niñitos dejan de tomar leche, gústele o no a Emeterio.
Digo esto y elijo el mejor de mis recuerdos, porque de un tiempo acá me revienta ese tonillo de conmiseración, ese aire de chasquido de lengua, con el cual mi admirada Sofía Imber pretende ubicamos todas la mañanas a las seis y media a la hora de calificamos como los más insignes idiotas de la historia a raíz de la perestroika, un movimiento concebido en Venezuela y lo digo sin la menor vacilación, por la audacia y el talento de Teodoro Petkoff. Yo no veo que nadie le pregunte a don Pedro Tinoco, para citar un emblema, por las atrocidades de la Guerra de los Boers en plena expansión del capitalismo británico o por la barbarie de Estados Unidos en la oportunidad de imponer a Walker en Nicaragua. No estaba en juego la contingencia de Stalin, o la corrupción del gobierno de Brehznev, los horrores de Cambodia o los delirios de Elena Ceaucescu, la atosigante presencia de Castro y el irrespirable clima de estancamiento y burocracia que hoy en día embarga a Cuba, la trágica situación de Albania o la petrificación de la gerontocracia china, cuando se trataba de imaginar una historia digna. Una buena parte de quienes defendíamos el socialismo en este país, expresamos nuestra condena categórica y enérgica, con nombre, apellido y señas de identidad a todo lo que hoy en día es motivo de asombro y lengua para alguien como Sofía. No somos los dolientes de esa tragedia, ni es el ideal de una humanidad justa, escrito con toda la candidez y el desparpajo posible, lo que hoy en día se entierra en los países del Este. Son las honras fúnebres de una estafa capaz de enredar a millones de hombres y mujeres que lucharon por cualquiera de esos libritos que desde Aristóteles hasta el sol de este día concibieron una transformación de la vida y repudiaron la quietud y el conformismo. El delincuente es Kruschev, repudiando los crímenes de Stalin y masacrando al pueblo húngaro. El delincuente es Honecker, denunciando las consecuencias del nazismo y viviendo como un emir kuwaití en una residencia exclusiva y campestre en La Lagunita de Berlín. No falló el segundo Dios que me inventé en la vida, aquel que pregonaba el asalto al cielo, el cambio de la vida. Falló el Vaticano.
Por eso, me deja perplejo la proposición de Boris Yéitsin, el Claudio Ferrnín de Moscú, a la hora de rectificar el nombre de la Unión Soviética. En lo sucesivo, lo que pomposamente fue conocido como Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, procederá a llamarse Unión de Repúblicas Soberanas Soviéticas, todo un truquillo destinado a conservar la S, quién sabe si por un problema de papelería, o para que la gente no se equivoque a la hora de explicar dónde diablos nacieron. Es evidente que la idiotez no es un privilegio de nuestros políticos, porque en ese sentido Yeltsin acaba de superamos con creces y al punto de la vergüenza ajena. Para Yeltsin, algo que habría envidiado Lewis Carroll, la S, es la raíz del problema. Cuando nos llamemos soberanos, la historia procederá a absolvernos.
Ahora me entretengo, pensando qué va a hacer el MAS, con su S.
El Diario de Caracas, domingo 2 de junio de 1991
Recogido en la recopilación El país según Cabrujas, Caracas: Monte Ávila, 1992, p. 208-12
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