Pobreza y desigualdad en Estados Unidos
SERGIO MUÑOZ BATA
A principios de mes, la Rand Corporation convocó a un reducido grupo de dirigentes de organizaciones comunitarias, hacedores de políticas públicas, autoridades locales, académicos y periodistas (yo fui uno de dos periodistas invitados) a un taller patrocinado por la Fundación Rockefeller.
Como punto de partida para la discusión, los investigadores de la Rand, encabezados por Greg Treverton, Robert Lempert y Krishna Kumar, elaboraron cuatro ensayos sobre la realidad estadounidense en los que documentan los cambios demográficos, en el estilo de vida y en los lugares de trabajo, y analizan los retos que enfrenta el mercado laboral.
Los datos no son alentadores. Hoy en Estados Unidos 45 millones de personas viven en la pobreza y la tasa oficial va en aumento. También aumentó la desigualdad: el 5% de los americanos tiene más riqueza acumulada que el 95% restante. En 2009, uno de cada cuatro negros y uno de cada tres latinos vivían con ingresos por debajo del nivel de pobreza mientras que solo uno de cada once blancos no latinos eran pobres.
Conforme aumenta el desempleo, se ahonda el desencuentro entre las habilidades y las necesidades de los trabajadores y los presupuestos con los que se financiaban programas sociales para los pobres disminuyen.
Y mientras esto sucede, el país vive un cambio de piel caracterizado por tres tendencias irreversibles. El envejecimiento inexorable de la población blanca; el crecimiento incontenible de la población asiática y latina, y la intensificación del fenómeno de la migración interna con los negros migrando al sur y los latinos dispersándose por todo el territorio nacional. Un fenómeno que, sobre todo en el caso de los latinos, ha generado nuevas tensiones porque si bien el traslado obedece a ofertas de trabajo, la recepción que reciben en ciudades y pueblos que no están familiarizados con otras culturas es generalmente hostil.
Una vez concluida la exposición de los datos de la realidad, los participantes en el taller de la Rand se plantearon el reto de responder al objetivo central del evento. “Este taller”, me dice Evan Michelson, director asociado de la Fundación Rockefeller, “forma parte de un proyecto global muy amplio que hemos llamado ‘la función del Faro’, cuyo propósito es crear una red de individuos y organizaciones que trabajando en conjunto identifiquen las tendencias y los asuntos que mayor incidencia negativa tendrán sobre los pobres y otros grupos vulnerables”.
De la extensa discusión del grupo rescato el caso de la reformulación que el supervisor Zev Yaroslavsky y su comisionada en el campo, Flora Gil Krisiloff, le dieron al tema de los desamparados y las soluciones que idearon.
En 2005, se calculaba que en el condado de Los Angeles había aproximadamente 90 mil personas sin techo y los modelos tradicionales empleados por las autoridades ofreciendo refugios temporales no resolvían el problema de fondo. El gran giro que Yaroslavsky y Gil le dan al asunto es que en vez de intentar paliar el desamparo se empeñan en erradicarlo. Para ello identifican los 50 casos de desamparados crónicos más severos en Skid Row, y asistidos por doctores, psiquiatras y trabajadores sociales, les convencen de la conveniencia de contar con un techo propio.
Hasta ahora, los resultados del “Programa 50” han sido muy favorables, sobre todo en términos de ahorro a los contribuyentes por que la estabilidad ha aminorado el conflicto. El 85% de las beneficiados iniciales sigue viviendo en el departamento que se les entregó en propiedad hace 4 años, el programa se ha extendido por todo el condado y el número de desamparados se ha reducido a unos 52 mil.
El gran problema, sin embargo, es que de mantenerse las tendencias actuales y de continuar la pérdida de capacidad del Estado para financiar programas de beneficio social a personas en situaciones vulnerables, de nada servirá encontrarle soluciones ingeniosas a los problemas asociados con la pobreza y esto es lamentable. El futuro del país no depende de las mayorías blancas envejecidas sino de los jóvenes que hoy ven reducidas sus posibilidades de estudiar y de trabajar porque son pobres.
A principios de mes, la Rand Corporation convocó a un reducido grupo de dirigentes de organizaciones comunitarias, hacedores de políticas públicas, autoridades locales, académicos y periodistas (yo fui uno de dos periodistas invitados) a un taller patrocinado por la Fundación Rockefeller.
Como punto de partida para la discusión, los investigadores de la Rand, encabezados por Greg Treverton, Robert Lempert y Krishna Kumar, elaboraron cuatro ensayos sobre la realidad estadounidense en los que documentan los cambios demográficos, en el estilo de vida y en los lugares de trabajo, y analizan los retos que enfrenta el mercado laboral.
Los datos no son alentadores. Hoy en Estados Unidos 45 millones de personas viven en la pobreza y la tasa oficial va en aumento. También aumentó la desigualdad: el 5% de los americanos tiene más riqueza acumulada que el 95% restante. En 2009, uno de cada cuatro negros y uno de cada tres latinos vivían con ingresos por debajo del nivel de pobreza mientras que solo uno de cada once blancos no latinos eran pobres.
Conforme aumenta el desempleo, se ahonda el desencuentro entre las habilidades y las necesidades de los trabajadores y los presupuestos con los que se financiaban programas sociales para los pobres disminuyen.
Y mientras esto sucede, el país vive un cambio de piel caracterizado por tres tendencias irreversibles. El envejecimiento inexorable de la población blanca; el crecimiento incontenible de la población asiática y latina, y la intensificación del fenómeno de la migración interna con los negros migrando al sur y los latinos dispersándose por todo el territorio nacional. Un fenómeno que, sobre todo en el caso de los latinos, ha generado nuevas tensiones porque si bien el traslado obedece a ofertas de trabajo, la recepción que reciben en ciudades y pueblos que no están familiarizados con otras culturas es generalmente hostil.
Una vez concluida la exposición de los datos de la realidad, los participantes en el taller de la Rand se plantearon el reto de responder al objetivo central del evento. “Este taller”, me dice Evan Michelson, director asociado de la Fundación Rockefeller, “forma parte de un proyecto global muy amplio que hemos llamado ‘la función del Faro’, cuyo propósito es crear una red de individuos y organizaciones que trabajando en conjunto identifiquen las tendencias y los asuntos que mayor incidencia negativa tendrán sobre los pobres y otros grupos vulnerables”.
De la extensa discusión del grupo rescato el caso de la reformulación que el supervisor Zev Yaroslavsky y su comisionada en el campo, Flora Gil Krisiloff, le dieron al tema de los desamparados y las soluciones que idearon.
En 2005, se calculaba que en el condado de Los Angeles había aproximadamente 90 mil personas sin techo y los modelos tradicionales empleados por las autoridades ofreciendo refugios temporales no resolvían el problema de fondo. El gran giro que Yaroslavsky y Gil le dan al asunto es que en vez de intentar paliar el desamparo se empeñan en erradicarlo. Para ello identifican los 50 casos de desamparados crónicos más severos en Skid Row, y asistidos por doctores, psiquiatras y trabajadores sociales, les convencen de la conveniencia de contar con un techo propio.
Hasta ahora, los resultados del “Programa 50” han sido muy favorables, sobre todo en términos de ahorro a los contribuyentes por que la estabilidad ha aminorado el conflicto. El 85% de las beneficiados iniciales sigue viviendo en el departamento que se les entregó en propiedad hace 4 años, el programa se ha extendido por todo el condado y el número de desamparados se ha reducido a unos 52 mil.
El gran problema, sin embargo, es que de mantenerse las tendencias actuales y de continuar la pérdida de capacidad del Estado para financiar programas de beneficio social a personas en situaciones vulnerables, de nada servirá encontrarle soluciones ingeniosas a los problemas asociados con la pobreza y esto es lamentable. El futuro del país no depende de las mayorías blancas envejecidas sino de los jóvenes que hoy ven reducidas sus posibilidades de estudiar y de trabajar porque son pobres.
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