Consejos históricos para deshacerse del enemigo muerto
El problema se ha planteado y resuelto de diferentes maneras a lo largo de la historia
JACINTO ANTÓN 03/05/2011
¿Qué hacer con el enemigo muerto? El problema se ha planteado y resuelto de diferentes maneras desde que Aquiles se cebó con el cuerpo de Héctor, que es muy a menudo la primera reacción natural que tienes tras cargarte a alguien contra el que te las has tenido duras (el pélida luego se ablandó y lo devolvió, ajado, eso sí). Probablemente muchos en EE UU hubieran visto bien que Obama enganchara al abatido Bin Laden a un carro y lo arrastrara por, pongamos para hacerlo más homérico y ejemplar, el polvoriento Afganistán. En cambio ese hijo del desierto ha tenido un entierro de marino, qué cosa.
Deshonrar y hasta mutilar al líder enemigo caído, convertir su cráneo en copa, quedarte una mano o el pelo, ha sido habitual en la Historia -sin duda también en la prehistoria-, especialmente si el tipo había sido muy peligroso. La Biblia, siempre tan edificante, aporta numerosos ejemplos de trato poco amable con los enemigos caídos: se los echaba a los perros, previo corte del prepucio en caso de que no estuvieran circuncidados. David exhibió la cabeza de Goliath y sus armas y dio su cuerpo a las aves del cielo y los animales de la tierra, que suena poético pero es, hay que convenir, desconsiderado.
El buen trato ha quedado normalmente para los rivales que no eran excesivamente peligrosos; se puede ser elegante con el cadáver del barón Rojo, por ejemplo, un individuo en el fondo irrelevante aunque derribara muchos aviones, o con Napoleón una vez desactivado por la vía de dejarlo vegetar un buen tiempo. O con Lee, al cabo uno de los nuestros, enterrado con gran pompa en Arlington. Eliminar o escamotear el cuerpo es un recurso corriente. El cadáver de un gran enemigo suele seguir siendo peligroso; sus partidarios pueden convertir en santuario su tumba y extraer fuerza de ella, y ya no lo puedes matar dos veces. O a veces sí: a Oliver Cromwell se lo desenterró para una insólita ejecución póstuma, el cadáver fue desmembrado y la cabeza empalada, aunque una tradición sugiere que el verdadero cuerpo fue sepultado por sus partidarios en el Támesis -una tumba húmeda, como la de Osama- para evitar precisamente las vejaciones.
Lord Kitchener, se sostiene, tras bombardear su tumba en Omdurman hizo desenterrar el venerado cuerpo del mesiánico Mahdi, que les había dado tanta guerra a los británicos en Sudán, y se hizo con su cráneo un tintero. Es conocido el revuelo con el cadáver del Che Guevara: enterrado de mala manera tras su tortura y asesinato, se le cercenaron las manos para poder cotejar sus huellas dactilares con las de la policía argentina (hoy hay medios más sutiles que se habrán empleado seguramente con Bin Laden). En 1997, tras revelarse el paradero del cuerpo, fue exhumado y repatriado a Cuba con gran ceremonia, aunque hay fundadas dudas de que se trate del auténtico.
Desconocemos el destino de los cadáveres de los grandes enemigos de la antigua y práctica Roma, de la que es tan heredero EE UU: ni Aníbal -aunque se le atribuye una en Turquía-, ni Vercingetorix (ejecutado miserablemente tras pasearlo en triunfo César), ni Arminio han tenido tumbas que podamos ubicar con certeza (y que podrían haber alentado resistencias). No es casual tampoco, probablemente, que ni Zahi Hawass pueda encontrar la de Cleopatra. Los romanos tenían experiencia del impacto de un cadáver en la opinión pública como muy bien experimenta el Brutus de Shakespeare.
Con los líderes nazis se fue con mucho tiento para no convertir sus últimas moradas en lugar de peregrinación y rearme ideológico. Los cuerpos de los ejecutados tras los juicios de Nurenberg fueron incinerados y las cenizas esparcidas en el río Issar. Las de Eichmann los judíos las arrojaron al mar. El cuerpo de Rudolf Hess fue devuelto a la familia pero con la condición de enterrarlo en secreto. El caso de Hitler, como todo él, es especial. Los rusos sepultaron, después de enterrarlos y exhumarlos el SMERSH varias veces por la paranoia de Stalin, sus restos carbonizados junto a los de Eva Braun y Goebbels y su mujer (los dos últimos solo algo braseados) en un lugar cuya localización se mantuvo oculta y tras conservar algunas cosillas.
En 1970 el KGB hizo desaparecer definitivamente todos los restos -que se sepa- quemándolos y arrojando las cenizas al Elba. Hay que tener cuidado, no obstante, con el impulso inicial de maltratar el cadáver del enemigo y deshacerte de él: luego te encuentras con las dudas sobre su identificación (aunque la fotografía ha ayudado mucho) y sin trofeo. Si humillas, además, aumentas el deseo de venganza. Exhibir la presa es fundamental para que se sepa que la has cobrado (y aleccionado). Recuérdense las imágenes del Mono Jojoy de las FARC el año pasado (y que a Tiro Fijo se le dio por muerto en varias ocasiones). En el pasado, se solía llegar a una solución de compromiso: te ensañabas con el cuerpo, al que le podías hacer mil pillerías, y conservabas la cabeza, como testimonio y ejemplo. Fue lo que hicieron en el siglo IX los árabes de Ibn Rustum tras ejecutar a los vikingos que habían asaltado Sevilla: las cabezas de los jefes fueron enviadas a Bagdad preservadas en miel.
Otro líder célebre, enemigo de EE UU, por cierto, del que se conservó villanamente la cabeza, que se exhibió en ferias disecada -fue devuelta a la familia en 1984-, es el Jefe José (Kintpuash), el valeroso caudillo de los indios Modoc, ahorcado en 1873 después de perder su tribu la guerra contra los cuchillos largos. Siempre se ha intentado evitar que los restos del líder caigan en manos del enemigo. No solo por honor: luego siempre puedes decir que ha sobrevivido y un día volverá (hay que ver la que se montó con ese resistente judío llamado Jesucristo); resulta imposible vencer a una sombra. Es legendaria -y la narró el recién desaparecido Ernesto Sábato- la cabalgada de varios días de los hombres del general Lavalle, de Jujuy a Huacalera, con el cuerpo putrefacto del jefe para evitar que se hicieran con él las tropas del general Oribe: al final los fieles soldados decidieron descarnar al amado mando y transportar solo los huesos...
El País, España
JACINTO ANTÓN 03/05/2011
¿Qué hacer con el enemigo muerto? El problema se ha planteado y resuelto de diferentes maneras desde que Aquiles se cebó con el cuerpo de Héctor, que es muy a menudo la primera reacción natural que tienes tras cargarte a alguien contra el que te las has tenido duras (el pélida luego se ablandó y lo devolvió, ajado, eso sí). Probablemente muchos en EE UU hubieran visto bien que Obama enganchara al abatido Bin Laden a un carro y lo arrastrara por, pongamos para hacerlo más homérico y ejemplar, el polvoriento Afganistán. En cambio ese hijo del desierto ha tenido un entierro de marino, qué cosa.
Deshonrar y hasta mutilar al líder enemigo caído, convertir su cráneo en copa, quedarte una mano o el pelo, ha sido habitual en la Historia -sin duda también en la prehistoria-, especialmente si el tipo había sido muy peligroso. La Biblia, siempre tan edificante, aporta numerosos ejemplos de trato poco amable con los enemigos caídos: se los echaba a los perros, previo corte del prepucio en caso de que no estuvieran circuncidados. David exhibió la cabeza de Goliath y sus armas y dio su cuerpo a las aves del cielo y los animales de la tierra, que suena poético pero es, hay que convenir, desconsiderado.
El buen trato ha quedado normalmente para los rivales que no eran excesivamente peligrosos; se puede ser elegante con el cadáver del barón Rojo, por ejemplo, un individuo en el fondo irrelevante aunque derribara muchos aviones, o con Napoleón una vez desactivado por la vía de dejarlo vegetar un buen tiempo. O con Lee, al cabo uno de los nuestros, enterrado con gran pompa en Arlington. Eliminar o escamotear el cuerpo es un recurso corriente. El cadáver de un gran enemigo suele seguir siendo peligroso; sus partidarios pueden convertir en santuario su tumba y extraer fuerza de ella, y ya no lo puedes matar dos veces. O a veces sí: a Oliver Cromwell se lo desenterró para una insólita ejecución póstuma, el cadáver fue desmembrado y la cabeza empalada, aunque una tradición sugiere que el verdadero cuerpo fue sepultado por sus partidarios en el Támesis -una tumba húmeda, como la de Osama- para evitar precisamente las vejaciones.
Lord Kitchener, se sostiene, tras bombardear su tumba en Omdurman hizo desenterrar el venerado cuerpo del mesiánico Mahdi, que les había dado tanta guerra a los británicos en Sudán, y se hizo con su cráneo un tintero. Es conocido el revuelo con el cadáver del Che Guevara: enterrado de mala manera tras su tortura y asesinato, se le cercenaron las manos para poder cotejar sus huellas dactilares con las de la policía argentina (hoy hay medios más sutiles que se habrán empleado seguramente con Bin Laden). En 1997, tras revelarse el paradero del cuerpo, fue exhumado y repatriado a Cuba con gran ceremonia, aunque hay fundadas dudas de que se trate del auténtico.
Desconocemos el destino de los cadáveres de los grandes enemigos de la antigua y práctica Roma, de la que es tan heredero EE UU: ni Aníbal -aunque se le atribuye una en Turquía-, ni Vercingetorix (ejecutado miserablemente tras pasearlo en triunfo César), ni Arminio han tenido tumbas que podamos ubicar con certeza (y que podrían haber alentado resistencias). No es casual tampoco, probablemente, que ni Zahi Hawass pueda encontrar la de Cleopatra. Los romanos tenían experiencia del impacto de un cadáver en la opinión pública como muy bien experimenta el Brutus de Shakespeare.
Con los líderes nazis se fue con mucho tiento para no convertir sus últimas moradas en lugar de peregrinación y rearme ideológico. Los cuerpos de los ejecutados tras los juicios de Nurenberg fueron incinerados y las cenizas esparcidas en el río Issar. Las de Eichmann los judíos las arrojaron al mar. El cuerpo de Rudolf Hess fue devuelto a la familia pero con la condición de enterrarlo en secreto. El caso de Hitler, como todo él, es especial. Los rusos sepultaron, después de enterrarlos y exhumarlos el SMERSH varias veces por la paranoia de Stalin, sus restos carbonizados junto a los de Eva Braun y Goebbels y su mujer (los dos últimos solo algo braseados) en un lugar cuya localización se mantuvo oculta y tras conservar algunas cosillas.
En 1970 el KGB hizo desaparecer definitivamente todos los restos -que se sepa- quemándolos y arrojando las cenizas al Elba. Hay que tener cuidado, no obstante, con el impulso inicial de maltratar el cadáver del enemigo y deshacerte de él: luego te encuentras con las dudas sobre su identificación (aunque la fotografía ha ayudado mucho) y sin trofeo. Si humillas, además, aumentas el deseo de venganza. Exhibir la presa es fundamental para que se sepa que la has cobrado (y aleccionado). Recuérdense las imágenes del Mono Jojoy de las FARC el año pasado (y que a Tiro Fijo se le dio por muerto en varias ocasiones). En el pasado, se solía llegar a una solución de compromiso: te ensañabas con el cuerpo, al que le podías hacer mil pillerías, y conservabas la cabeza, como testimonio y ejemplo. Fue lo que hicieron en el siglo IX los árabes de Ibn Rustum tras ejecutar a los vikingos que habían asaltado Sevilla: las cabezas de los jefes fueron enviadas a Bagdad preservadas en miel.
Otro líder célebre, enemigo de EE UU, por cierto, del que se conservó villanamente la cabeza, que se exhibió en ferias disecada -fue devuelta a la familia en 1984-, es el Jefe José (Kintpuash), el valeroso caudillo de los indios Modoc, ahorcado en 1873 después de perder su tribu la guerra contra los cuchillos largos. Siempre se ha intentado evitar que los restos del líder caigan en manos del enemigo. No solo por honor: luego siempre puedes decir que ha sobrevivido y un día volverá (hay que ver la que se montó con ese resistente judío llamado Jesucristo); resulta imposible vencer a una sombra. Es legendaria -y la narró el recién desaparecido Ernesto Sábato- la cabalgada de varios días de los hombres del general Lavalle, de Jujuy a Huacalera, con el cuerpo putrefacto del jefe para evitar que se hicieran con él las tropas del general Oribe: al final los fieles soldados decidieron descarnar al amado mando y transportar solo los huesos...
El País, España
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