Crackberry


Por Chiquinquirá Delgado


Camino por el aeropuerto y me doy cuenta de que todos, incluida yo, avanzamos con la vista hacia abajo. Parecemos robots, personajes del último video juego de moda. ¿Qué nos pasa? Siento que cada vez nos parecemos más , nos separamos más.
¿Qué miramos? Una droga que todos consumimos, una cosa que se llama teléfono y que se ha convertido en la fórmula perfecta para escapar de todo y de todos. ¿Hacia dónde mirábamos antes de caer en su trampa? Quizás leíamos más, quizás nuestros ojos se encontraban más a menudo, jugábamos más con nuestros hijos, nos dábamos más besos o nos reíamos sin distracciones a la hora de la comida… y hasta a la hora de quitarnos la ropa.

Él siempre está allí de testigo, silencioso, ruidoso a veces, pero él todo lo sabe: lo que hacemos, lo que decimos y hasta lo que ocultamos. Si ese montón de botones hablara, más de uno se metería en líos. Se acabarían amistades, matrimonios, contratos, se estropearían vacaciones y seguramente alguno de nosotros entraría en crisis al escuchar realmente lo que siente nuestro hijo. Nos quedaríamos fríos al saber la opinión de nuestro marido acerca de esos kilos que tenemos de más, se sabría cuanto amor sincero sentimos por esa suegra o por ese vecino indiscreto que nadie se atreve a enfrentar, el mismísimo apocalipsis de las comunicaciones.

Pero todo conflicto tiene dos caras y hay que pensar también en todo lo que nos regala ese montón de cables y circuitos. Por mi parte siento veneración por el fulano aparatito y me sobran los motivos. Me conecta a diario con la gente que amo, guarda en su memoria las mejores sonrisas de mis hijas y me alegra las horas con las voces de la gente que está lejos y que extraño a diario; soy una adicta confesa a esta cosa que depende de una pila para hacerme feliz. Pero ¿Hasta dónde llega nuestra capacidad de aislamiento del mundo para poder dedicarle a este amigo fiel tantas horas? La vida pasa rápidamente y nosotros seguimos con la mirada, la mente y hasta el corazón clavados en el bendito aparato; es un miembro más de la familia, si se pierde hay velorio y duelo seguro, si salimos a trabajar y lo dejamos en casa entramos en depresión crónica.

Ahora cuando invitamos algún amigo a comer no viene solo, viene con toda la familia y los amigos y los amigos de los amigos a la mesa. Todos caben en el celular, envían fotos, chistes, frases, cadenas de autoayuda, recetas de cocina y hasta consejos que nadie les ha pedido. ¿Joya de la invención? ¿Accesorio indispensable para ser feliz y estar en paz? ¿Será que entre el celular y nosotros puede llegar a existir una amistad que no sea peligrosa? ¿Un amor inter-dependiente?

A veces creo que nos caería bien aprender a mirar hacia adelante otra vez y recordar cómo era nuestra vida antes de adquirir esta enfermedad incurable y contagiosa.

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